Ella era una extraña mujer que solía almorzar nueces en papilla y a sorbitos. Desde mi cocina oía cómo se afanaba en romper los frutos en pedazos y en exprimirlos en unas batidoras que nunca le funcionaban. Para llevar a cabo semejante labor, solía recogerse el pelo en un moño alto y yo me dediqué a regalarle –todo un mes de julio- paquetitos de endivias blancas como su cuello. Siempre iba vestida de negro, con una camisa de cuello mao. Mi extraña mujer debía tener un armario lleno de camisas de cuellos mao, almidonadas y de puños duros.

Lo que más me atraía de ella eran sus gestos. Gestos de nácar. Cuando sus manos se movían en el aire parecían dibujar ideogramas antiguos trazados con pintauñas franceses.
Todo en ella era reposado; hasta el aire descansaba sobre sus hombros y se adormecía en los lóbulos de sus orejas. Las adornaba con dos zarcillos de plata con los que había creado un lenguaje privado. Los pendientes seguían la línea de su cuerpo y reflejaban el color de su ánimo que era casi siempre azul. Yo pensaba que mi dama hablaba a través de sus colgantes. Por eso compré ciento cincuenta y seis pendientes de lapislázuli y los colgué de las cortinas de la cocina; para que ella supiese que yo la adivinaba.
En las tardes del estío se sentaba en la mecedora de caoba y leía libros sobre mujeres. Mujeres lejanas, soberbias, tristes, dulces, malvadas y nobles. Mientras leía, acariciaba con el índice el lomo del libro y, a veces, lo teñía de color sangre. Entonces, esbozaba una sonrisa y se ensalivaba el dedo con el único gesto que a mí me provocaba pensamientos de poseerla.
Cuando las farolas se encendían alguien la llamaba desde un lugar lejano. Alguien que le divertía y que lograba sacar hoyuelos de las mejillas. La extraña mujer escuchaba y, a la vez, sus ojos pintados de khöl miraban hacia mi ventana y sonreían. Sus pendientes se azuleaban y yo, entonces, descorría mis cortinas para que ella supiera que andaba cortando mis apios en rodajas.

Por aquellos días, El Extranjero de Camus era mi única lectura y yo sentía como el calor de Argel se apoderaba de mi locura y de los últimos resquicios que quedaban de una voluntad mantenida a base de tés helados. La mujer extraña debió, sin embargo, haber nacido en algún lugar de primavera y cerezos, ajenos a su piel –que presiento suavísima- todo escándalo de sudores y aceites.
En esas noches, yo abrazaba su aroma, que llegaba hasta mi mesa de trabajo de escritor nuevo. Una mesa que, para entonces, se había llenado de papeles azules, plumas índigo y máquinas de escribir celestes, los colores del halo de la extraña mujer. El ventilador se quejaba de sus fríos y el hielo del BlueMarine se derretía en mil islas. Mi poesía volaba de una ventana a otra, desde su colcha pálida hasta mi tinta china y las hojas llenas de versos dormían sobre el suelo sin saber cómo ni por qué habían nacido.
Ella encendía velas y las colocaba en altares. Con tules cubría unas desnudeces que nunca quise adivinar. Casi oía su respiración acompasada, paralela al trazo rápido de mis versos, y su quejido cuando la brisa se colaba entre las sábanas. Algunas mañanas me descubría a mí mismo con los brazos extendidos hacia su casa, anhelando el favor de su inspiración para el resto del día. Y, sin embargo, no se daba a los excesos, como ya iba adivinando. Su pelo oscuro caía en cascada sobre los hombros recién lavados a la hora de las primeras luces. Entonces, era el tiempo de mi descanso y su lucidez, de mis sueños y sus nueces. Los dos sabíamos que sólo en las noches ella me inspiraría las rimas que luego otros leerían sin saber por qué les rodeaba un vago olor a nueces.

Aquel verano, la gente se había refugiado en los mentideros y en los bares de horchata, mirando al cielo y paseando santos para que lloviera. Yo presentía que la extraña mujer tenía algo que ver con aquella sequía que luego se prolongó hasta hacer olvidar a los viejos que en aquel sitio hubo estaciones de tormentas.
El papel me encadenaba a la mesa y ni siquiera la presencia de algunos gatos salvajes sobre el tejado me distraía de la escritura. A veces, al final de aquellas noches, yo me sentía en un precipicio de insatisfacciones y dudas. La chimenea me miraba como un altar crematorio. Entonces, mi mirada se posaba en “Cartas a un artista adolescente” y el café africano bastaba para calmarme. Rilke apareció en mi buzón a mediados de agosto envuelto en telas de zapatillas de ballet. Era de mi extraña y yo intuía que había sido leído muchas veces, por ella, por otras personas. Ahora me tocaba a mí custodiarlo.
A finales de verano, los poemas pasaban ya de las seis centenas y quise que salieran al mundo. Entonces, dividí aquellos versos nocturnos y enamorados y los coloqué sobre el alféizar de la ventana toda una noche, recubiertos de papel de seda granate con dibujos de amorcillos. Ella dedicó aquella madrugada a trenzarse el pelo con paciencia y en clasificar por colores las petunias que nacerían en primavera. Yo le había dejado algunas semillas de color naranja en su buzón. Diversos sueños sobre gigantes verdes inundaron aquellas horas lentas y desperté enfebrecido y envuelto en calores. Sobre la ventana sólo quedaban la mitad de los versos rodeados de cientos de petunias color tarta de queso. Convertí la casa en un santuario floral blanco y frambuesa y soplé canela hacia su balcón. La dama agradeció el gesto haciendo sonar una de las campanillas de plata que se encargaba de restaurar.

Un librero de anteojos imposibles me compró los primeros ejemplares de las “Nocturnidades” y entre Flaubert y Cortázar durmieron tres días. Al séptimo, aparecieron dos cartas en mi buzón. Alguien había leído los versos y le habían arrullado cosas imposibles al oído. Quiso hacérmelo saber y por eso había envuelto la carta en papel pinocho; el escrito le había devuelto a la infancia de los disfraces. La otra carta guardaba varias laminillas de oro, de las que sirven para hacer sellos. Y así, el rellano de la escalera se fue llenando, una mañana tras otra, de plumas de la suerte; lápices afilados; conchas marinas; margaritas tempranas; albaricoques; relojitos de sol; velas de manzana; licores de mandarinas o sombrillas de encajes. Vendí aquellos versos y muchos otros durante el otoño.

Mi extraña mujer se resguardó de los fríos con una gruesa capa de terciopelo negro. De vez en cuando, mientras ella arreglaba las campanillas o pintaba cubiertas de libros antiguos, la veía sonreír. Entonces, la calle se iluminaba y las hojas de los árboles llenaban las estancias. Yo seguía escribiendo bajo un manto de otoñidades. Presentía sus pasos al deslizar la capa y el olor a su tarta de castañas flotaba en el aire de la calle.
Llegó el invierno y la primavera y volvió el verano. Las petunias se expandieron por su fachada y emborroné en su honor varios cuentos sobre princesas hechiceras que sólo vivían en mi imaginación. El día en que las petunias naranjas nacieron, publiqué el libro de relatos. Se llenó de nuevo de cartas el buzón y, por lo visto, me volví un hombre rico. Pero yo sólo supe seguir escribiendo.

Durante treinta años, mi extraña mujer ha seguido bebiendo papillas de nueces a sorbitos y arreglando campanas ajenas. Yo continuo recluido en el salón, recibiendo visitas inesperadas, como el día en que toda la casa se llenó de racimos de uvas (un otoño de intenso color amarillo); la noche de las mariposas blancas o la tarde de las matas de hierbabuena de sopa. De vez en cuando, me llaman de lugares lejanos para que cuente acerca de mis versos, pero yo no sé explicarles nada sobre castañas, tules o petunias. Mi barba es ya blanca, blanquísima y casi no puedo moverme para hacer el caldo de las cenas. Sin embargo, la dama sigue joven y fresca, con piel de niño y ademanes de princesa. Sus rutinas siguen marcando mi vida y mis libros, las noches y las estaciones, mientras en las librerías mi nombre aparece en letras de molde. Cientos de versos disfrazan en blanco y negro las paredes de esta vida dulce que mi dama llena de presagios de trufas.
Sin embargo, algún día yo sé que me dormiré para siempre sobre los versos templados. Al tiempo, ella volará a otro lugar dejando tres nueces sobre el último libro que olvide en el alféizar. Entonces, si más remedio, otro joven poeta volverá a creer que las musas existen.

Madrid, 11 de agosto de 2006