Dos años sin Julio A. Parrado.

QUERIDOS REYES MAGOS:

Ya sabéis que siempre he creído en los héroes, sobre todo en los de ficción. Todas las Navidades me obsequiábais con aquellos tebeos que ya duraban para el resto del año, amarillentas y dobladas las páginas de tan releídas. La incompetencia modelo funcionario español de Mortadelo y Filemón; la melancolía casi wertheriana de Rompetechos; el amor incomprensible de la esbeltísima Olivia hacia aquel hombre sin pelo, albino, fumador y hosco que atendía al nombre de Popeye y que nunca aparecería en la lista de People; el cinismo extreterrestre de Goomer o las filosofías de master de Princeton de Mafalda… Llenaron aquellas tardes de la infancia con sabor a Cola-Cao y a cuadernitos Rubio. Yo siempre creí que ellos vivían en mi bloque de pisos, con la salvedad de Carpanta, que moraba bajo uno de los arcos del Puente Romano. Ellos salvaban a la Humanidad de los malos malísimos; de los poderosos malversadores de fondos públicos y amantes de paraísos fiscales; de los capos de raya diplomática, de los dictadores bananeros y los políticos amantes del cheque en blanco. Libraban a los niños del oprobio de la pobreza, la mendicidad y el hambre y combatían contra enemigos dignos de un Indiana Jones. Nunca conocí a un héroe de verdad porque estos amigos míos no salνan de las páginas de los cómics.

En la vida real, queridos magos, la palabra héroe adopta diversos significados según a quien se le adjudique. Normalmente, los héroes suelen buscar la verdad y no el aplauso del ágora. Realizan su trabajo de forma anónima, sin alharacas ni panderetas. No reciben premios de moda y no acuden a los cócteles de la alta sociedad. Tampoco frecuentan los desfiles de Versace en Milán, el Ritz Carlton en Nueva York, la joyería Chopard o los salones de la Plaza de España. Estoy segura de que nunca han bebido un Vega Sicilia, no dirigen naciones o marines, no mantienen reuniones bilaterales o cumbres intergubernamentales. Seguro que ellos sí entienden las disquisiciones filosóficas de Mafalda y las utópicas ideas de Charlie Brown. Los héroes leen mucho, llevan cuaderno de bitácora y no usan esmoquin. Son detallistas, leales a unos principios insocavables y poseen el don de la curiosidad insaciable. No les gusta el parquet para caminar, prefieren el barro. Son mujeres y hombres fuertes a los que no les asusta la sangre, los misiles Scud o la bronca de un jefe por no ser “políticamente correctos”. Ellos son capaces de ver la cara oculta de la Luna, lo desapercibido de las alegrías y de las tragedias. Cuando creía que los héroes sólo pertenecían al territorio de la fantasía, me encontré con él. Y me devolviσ la fe en las hazañas de los grandes hombres de la pluma y el negro sobre blanco.

Todos los días me encontraba su cara en la contraportada del periσdico, relatando crónicas desde el Nueva York de Frank Sinatra y la 54, que era el Nueva York que él amaba y presentía desde muy pequeño. Me lo encontré sólo una vez en la redacción del periódico local donde yo trabajaba y él había dado sus primeros pasos. Era muy serio aquel Julio que se firmaba A. Parrado. Sus palabras eran sabias y su mirada trascendía el lugar en el que estábamos. Tenía el empaque de su padre y la dulzura melancólica de su madre. Había vivido en el barrio de las mujeres cordobesas hermosas, San Agustín, y amaba el olor de las naranjas y el silencio de la Mezquita. También estaba fascinado por el Village neoyorquino, las comidas de Patsy΄s y los paseos en bicicleta por Central Park. Seguía, calladamente, los pasos de Miguel Gil, Christianne Amanpour, Ramón Lobo o Julio Fuentes. Como ellos, quería saber lo que era territorio comanche y para ello se preparσ a fondo en Quantico, donde el FBI.

Se fue a Iraq enarbolando la banderita de la Pax Americana, sin hacer análisis políticos de una guerra que nunca comprendió, pero que quería contar desde primera línea de batalla. Era muy tozudo y muy perfeccionista el niño Julio, me contaba en aquellos días su madre Antonia, pero muy prudente. Desde el 9 de marzo, Julio me saludaba desde su atalaya de la primera página de El Mundo, encamado en la Tercera División de Infantería Mecanizada. Julio me contaba cómo avanzaba el mejor ejército de la Tierra para destruir la satrapía del dictador Sadam. Julio me hablaba de los marines muertos, de los civiles heridos, de los Apaches y Cobras, del optimismo de Tony Franks, de la electricidad cortada de Basora. Julio narraba acerca de Kalashnikovs, de misiles Sidewinder, de ametralladoras Hughes, de las guerrillas urbanas de Nasiriya y de su capitán Michael Smith. Gracias a él supe de la existencia de las lanzaderas MLRS, de los ataques campesinos de Kerbala y de las escaramuzas en Nayaf. Pero nada de eso me interesó nunca. Porque era lo accesorio en sus crónicas. El periodista Julio te llevaba al frente verdadero, a las heridas de Ghassan, a las quemaduras de Ahmed, a las colas en las gasolineras. Te detallaba las canciones que ponían en la radio, la construcción de trincheras ocupadas por hombres recién afeitados, las compras diarias en los mercados árabes, donde el kilo de calabacines costaba 1.000 dinares.Seguimos a Julito desde Um Qasr hacia el norte, hacíamos con él camino, rumbo a Bagdad, donde se encontraría con Mσnica G. Prieto. Y los artículos eran cada vez más profundos, a pesar de las dificultades. A pesar del calor horrible del jeep, del pesado chaleco antibalas, de la comida enlatada, de los ataques sorpresa, de las desconexiones del portátil con Madrid. Todo eso me lo contaba su madre. Mientras, él seguía hablando de los pequeños detalles de la guerra, aquellos que no ven los que miran desde la distancia segura. Julio captaba los instantes fotográficos, los que no se volverían a repetir. Hablaba de las gentes sin voz, de los que se quedarían después de la contienda, de los que llenaban los cafés de las ciudades y se acostumbraban al ruido de las bombas. Sus protagonistas fueron los anónimos, las mujeres del chador, los estudiantes sin escuelas, los taxistas en paro, los nuevos Alí Babá.

La última crónica, en la que mezclaba el salmorejo con el polvo del desierto, fue la mejor. Ya divisaba Bagdad y se le notaba.Atardecer del 7 de abril. Alguien llamó diciendo que el niño de Antonia había muerto. El niño de los skylines, el del flequillo cortado a tijera, el del Real Madrid, el de los patios cordobeses había dejado sus 31 años en el fondo de un agujero del desierto. El 7 de abril murió mi último héroe. El que fue adonde nadie quiso. El que me enseñó que la valentía consiste, a veces, en quedarse atrás. El que nunca se cansó de decir que la misión del periodista era contar lo secreto de la vida, dar voz a los que no podían tenerla, ser testigo de lo monstruoso que puede llegar a ser el ser humano. El que defendía que la obligación era contarlo, sin ambages, sin dudas, sin idolatrar a otros corderos de oro que no fuera la verdad.El héroe se fue y no he vuelto a encontrar otro. En este mundo desapasionado, de Narcisos engominados y altas esferas políticas, no suelen abundar los héroes, los que escarban las entrañas de la noticia, los que dan su vida por informar. Dan su vida. No quiero héroes deportivos, ni literarios ni religiosos. No quiero héroes con galones, con plumas Montblanc, con sillón en la ONU o despacho en la Castellana. Vosotros, mis queridos Reyes, sabéis que la estirpe de los héroes está hecha de otra madera.Quiero, como presente vuestro, que me devolváis la fe. La fe en la audacia, en la valentía, en el amor a una profesión, en el deseo de gritar, en el trabajo discreto, en los cuentistas de las trincheras, en los que respetan la ética y siguen unos principios sólidos y humanos. Perdí la fe porque no encontré héroes. Porque el último se volvió a Córdoba para descansar.

Devolvedme la fe en la pasión de Julio, en la transgresión de lo establecido, en la ruptura de lo cómodo, en la lucha por las convicciones, en la forja de utopías. Quiero volver al redil de los incrédulos, de los que se asombran ante la maldad, de los que conservan una inocencia ingenua, de los piensan que los héroes viven fuera de sus casas, en regiones del mapamundi muy lejanas de Madrid. No dejadme que crea en los héroes de los hoteles, en los que apelan a la teoría escolástica para contarte la verdad del mundo, en los que no narran como si fuera el último día de sus vidas, en los que no escriben sobre las virtudes del salmorejo. Los chicos de los tebeos están metidos en el cuarto trastero y no los veo capaces de coger un macuto y embarcarse rumbo a Nasiriya. Por eso, libradme de este ateísmo crudo, del vacío profundo que el niño me dejó.