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"The man in the street" Por Paul Delavaux

«The man in the street» Por Paul Delavaux

Texto basado en el personaje de Danny, de la serie británica Broadchurch

Le han sido borrados los recuerdos que tuvieron que ver con la acidez, la costra, la supuración, la lástima ajena y el colocar mano sobre mano. Ya no tiene que preocuparse más por las incertidumbres humanas, aunque él siempre supo que no había nada limpio en aquella actitud, en las suaves palabras, en los abrazos sobre la camiseta del equipo local.

Observa a las gentes, atareadas y ensimimadas en resolver algo que por fin le ha quedado claro: no importa cómo venga la muerte, el mar siempre será el mejor refugio para vivir tras el fogonazo.
Algas, espinas, pinzas de cangrejo, las caracolas vacías que ahora llena a su antojo: patatas fritas dentro de su caparazón. Ver caer la garúa sobre los acantilados.
Los adultos asumen el café como parte de sus organismos porque hay que estar ojo avizor y descubrir quién le dejó esas marcas en el cuello, quién hizo que saltara la sangre de sus ojos, quién depositó su cuerpo en la playa, con el mismo respeto que se le tiene a una joven virgen.
Consumen sándwiches de pollo y lechuga agriada -tan distinta de aquélla fresca y jugosa del huerto casero- y niegan con sus cabezas, eliminando posibilidades.

Él se siente libre, exfoliado de toda impregnación de sollozos, deudas con los amigos, orfandades, lágrimas o afectos. Una mano sabia y protectora -alguien de trenzas largas y mirada asombrada que conoce perfectamente el lugar- le ha llenado la piel de romero y salvia, de viandas que festejan su llegada -Pringle´s, Whoppers, pizzas BBQ, Coca-Cola muy fría, ganchitos, Lay´s con sal y vinagre. Le ha metido en la boca, casi a la fuerza, hierbas que apartan el mal de altura y su mayor vicio: el miedo al aburrimiento.

Algún atardecer, mientras mamá llora en el dormitorio y papá se culpa por no haberle seguido aquella noche- roban cigarrillos del colchón -donde los esconde la abuela- y los fuman cuando salen las barcas a pescar, para asustar a los marineros y que éstos hablen de «los fuegos malos» que nacen, antinaturales, en la playa. No hay que dar respuestas educadas, no hay horarios, sólo un vacío inexplicable cuando contempla su casa y la luz encendida de la mesita de noche. La madre estará recordando: qué falló, qué falló. Él siente esa pesadumbre y se asusta. Se asusta porque nunca más crecerá y su cabeza no podrá explicarse nada.

-Es la única desventaja que existe en este mundo.- le explica la chica de la trenzas.
-¿Sólo esa?
-Sí. Cada uno permanece en la misma edad en la que murió.

Le rodea un líquido denso y caliente cuando está con ella. Le rebasa y todos a lo lejos -atropellados por reparar el gesto que se lo llevó- se alzan a kilómetros de ese goce. No queda nada más que comtemplar cada momento del día, las especulaciones del tiempo, lejos de trabajos, deberes y peleas entre papá y mamá.

No le queda más que descubrir por qué esa chica le acompaña, por qué frunce el ceño cuando él le habla de los acantilados. Sabe que tienen tiempo para hablar sin que ningún adulto -tan preocupados por enterrar dignamente su cuerpo, por atrapar a aquél que le acariciaba- construya almenas o silencios sobre la posibilidad de las palabras.

Mientras tanto, busca piedras de ónice entre los guijarros de la última tormenta. Dicen que da buena suerte aunque sabe que ya no la necesita. Ahora, sólo queda esta paz, turbada por algo oscuro, algo que sólo la dulce voz de su madre podría explicarle. Pero no importa. Seguro que no importa que le vengan las lágrimas cuando pasea sobre el lugar donde alguien, a quien no correspondió, alzó un altar de sacrificio.