La amistad no depende de cosas como el espacio o el tiempo
(Bach)
Los cigarrillos mentolados tenían un punto G, honor al apellido, que mis labios acariciaban con fruición. No sé si era una leyenda urbana o una niña de pueblo como yo se lo inventó para humear, obligatoriamente, los salones de la escritura. Con todos vosotros fumé la vida, esa chiquilla que siempre cumplía los veinte en cada uno de mis meses de julio.
Nos gustaban los bastoncitos de los oídos (cotonetes). No había mayor placer que poseer una buena remesa en la mesita de noche, me dijiste saliendo del O´Donaghue, mientras tu trenka era volada por el aire. Desde entonces, busco mis tímpanos con esfuerzo cada noche, los días malos con el palillito color amarillo, los días buenos, color el de color bebé, como si fueran sibilas en mi agenda. Los de color verde son tan indefinidos que no los uso. A ellos corresponden los días absolutamente grises, en los que las oraciones me devuelven, inevitablemente, a las canciones de Manolo García y a los masajes de aquella veinteañera de cuarenta años y alma de morabito.
Qué hermosas debimos de ser. Cuatro cuerpos perfectos, de sabor dulce, ombligos triangulares, pechos aumentados con hombreras, uñas granate, apenas una gotita de esmalte en el dedo más pequeño. Qué hermosas fuimos. Las sorpresas mayúsculas de los Huevos Kinder sazonaban los desiertos que dejaban las alubias del roscón de Reyes. Ninguna conocía la Ruta de las Especias, pero guardábamos enormes cantidades de azafrán para colorear las axilas y los pubis. Cabellos anaranjados como los de la Magdalena, hembra impúdica, una estampita de ella en cada habitación. Qué piernas tan largas tuvimos. Aquellos muslos dorados, deseosos de manos, calientes, bravos. Siempre retozando sobre las mesas, pendientes de que la vida ampliara una habitación cargada de post-it, caras de perros pachones y fotos de los veranos idílicos, que no felices.
Aquel otoño del 97, tú y yo habíamos apadrinado a una tortuga en el río Guadalquivir aquel día en que yo decidí abandonar la vida del DNI y prometerme con la bohème de la minifalda y los libros de Patricia Cornwell. Los ojos grandes sobre los grandes ojos del puente romano, mirando estorninos, adivinando las formas de sus bandadas como si Freud vistiera traje corto y paseara en un pura raza árabe. Con los zapatos de cuero marrón yo andaba de puntillas sobre la línea (siempre discontinua) de nuestra carretera y tú te adivinabas el futuro con los posos de formol, sentado mientras venía un autobús trece. En semejantes condiciones, yo te di la vida y te prometí que los niños se acercarían a ti. Ahora vives en un ambulatorio y las viejas te regalan patucos para no sé sabe qué hijos, que ya tienes edad, niño del acento fino. Debes ser el dueño de Prenatal, tanto punto de cruz de las reumáticas, pura ternura despides, lo sabes. De ahí, la mantilla para bautizo de Doña Encarna el viernes pasado. Delante de unas Lay´s (con sal, siempre a la contra), lo dejaste claro: “Tú y yo no conocemos la chispa”. Menos mal, porque no hubiera soportado los inviernos nevados de Ciudad Real, no sé si yo me veo bien ataviada de romera de tu pueblo. Un día encontraste un pollo muerto que tu casero te dejó como regalo de bienvenida. Te lo comiste sin gripe aviar y desde entonces empecé a creer en los héroes.
De pacotilla, chula, de pacotilla son las calles que tú me enseñaste, puras imitaciones de las nuestras, tan lejanas, tan odiadas. Veníamos de ciudades de campanas, nuestros fémures eran badajos de sus restos. Nos asustaba la timidez con la que pedíamos la cuña de tortilla en los bares de Madrid, città chiusa, que soterraba las voces de los hombres azules con los que soñábamos y que nunca eran, ni de lejos, aquéllos que flotaban en torno a las novatadas de un colegio mayor. Ni tú sabías más allá de los libros de anatomía, ni yo conocía más cuerpo humano que el que abrazaba a mis braguitas, siempre blancas, del Women Secret, bordadas con el 117. Ninguna de las dos forjó las identidades en aquellas bandejas sobradas de sopa de monja triste pero teníamos una idea que nunca hemos perdido: éramos fuertes, aunque a ti y a mí, a los dieciocho, nos diera tremenda vergüenza cantar el Hace calor de Los Rodríguez.
Te he querido mucho, te quiero mucho, aunque me hayas sacado los nervios que nunca tuve y los hayas taconeado porque sí, porque eres espléndida en tu caza mayor. Yo siempre fui la pequeña y eso que te ganaba por tres meses, pero los Acuario nos movemos mal en piscinas cristalinas, preferimos el lodo, más sucio, pero más abrazable. Hemos vivido tanto, hemos vivido a tantos, que se me rompió el papel de calco el día en que hice la lista de posibles maridos. La pluma violó el papel, tan fuerte, que renuncié ya a ponerme un velo sobre los ojos, ya hay demasiados burkas. Tú no. Tú te agarras las mantillas y en vez de ponerte monteras –con lo torera que eres- te escondes y te vistes de cristiana vieja, sin limpieza de sangre que medie.
Qué bien te sientan las uñas de color rojo, largas y de manicura sobre el fondo de París nevado. Tenías esas pestañas tan largas que combinaban –perfectas- con los artículos que escribías sobre ensaladas de rosas en la gacetilla fascista de la facultad. Te sabías la más guapa y eso hubiera bastado para que siempre viajaras gratis en cualquier autobús a la Feria. Pero no te bastaba y siempre quisiste que las campanas de la Giralda tocaran a gloria por ti y eso, mi lozana andaluza, no puede ser. Querías liberarte de los refranes y, lo sabes, no hay nada más español y más reaccionario. ¿Por qué no te paseaste por la Quinta Avenida en vez de calzarte los zapatos rebajados de Pilar Burgos, la Campana, esquina Calle Sierpes? Eres mucho más Sexo en Nueva York de lo que tú te crees o tal vez tu Macarena sea una Sarah Jessica Parker que viste esmeraldas de El Gallo en vez de manolos y por eso la prefieras. Lo desconozco, mi amor, porque tú me inviertes los mitos y sé que podrías acabar llevando al Minotauro al altar mayor de cualquier iglesia barroca, vestido de chaqué, Teseo de testigo y de amante deseado. Lo harías, aunque por dentro estarías pensando en Las Vegas. Sin embargo, el exceso de azahar rodearía tu carita de virgen. Eso, ojos negros, te impediría salir corriendo y dejar que todo el mundo contemplara el forro de tu vestido de novia, color Lorca verde aceituna.