Algo me rondaba en torno a la montaña de nata y frutas del bosque, dulce Saint Honorè, en una confitería donde las baguettes parecían piernas de señoritas del Moulin Rouge. Algo rondaba, quizá fuese Proust y su magdalena, quizá fuese noviembre y sus sillas rojas de teatro, quizá fuese el tiempo de agua, parado y transparente, de París.
Frente a la ventana de Mm. Manon pasaban algunas almas desconocidas; otras que se buscaban; las más, perdidas completamente. Un alma con más aspecto de francesa que cualquier otra dejó la bicicleta apoyada en el alféizar y me pidió que la cuidara. Compró sus muffins de canela y se frotó la cara con las manos, descubriendo las venitas azules de la piel de madre de dos adolescentes y un bebé. Entró algún muerto de pelo triste y sonrisa irónica a por la bolsa de croissants para Serge Gainsbourg, que hay jerarquías en el cementerio de Mountparnasse.
Los cortejos de ideas que me atoraban la cabeza y me imposibilitan usar botas de tacón alto en medio de la Rue Rivoli, se convirtieron en ángeles que daban vueltas y vueltas alrededor de la bufanda. Tuve que dejar el gorro ruso en el hotelito, no fuera a ser que las criaturas sin sexo se atropellaran con el visón. Instalados en los cabellos húmedos por la neblina del Sena, se aposentaron en las raíces, encantados con el champú olor chocolate, y allí se han quedado. Así que tengo angelitos franceses encima de las orejas y me he de resignar a ello. No es que me importe, en absoluto. El problema es que me siento drogada y como poseída por un Billecart-Salmon, un champagne coloraíto y tontorrón.
Yo quisiera no embriagarme, pero lo hago por necesidad, casi por vicio. Imposible defenderse del ciego que quiere ver. Por eso, los coches de la rue Saint Antoine huelen, inevitablemente, a las rosas que deja el camarero de la brasserie Saint-Louis, mitad sacristía, mitad chaise-longe de psiquiatra, detestable el jamón, más que usable para liar cigarrillos. Cafés y manos que se mueven sobre los vinos tintos. Las conversaciones en Les Deux Magots deben alcanzar tonalidades divinas; sin embargo, yo prefiero los garitos de estudiantes: fotos de la gauche divine en la pared, bufandas de cuadros, expresos, Le Monde para lucir y miradas de angustia. Los aledaños del Boulevard Saint Germain respiran crisis existenciales y resacas de eso que aquí llaman digestifs y que tomas tan sólo por comprender la suavidad de ese nombre. Por la noche, los kebabs muestran sus perros descarnados, esa cosa terrosa que los alegres turcos llaman carne y que, casi de gratis, llena los estómagos y los vacíos del alma. Otros abuhardillados cenan brioches con camembert Couer de Lyon, apestando apuntes y manicuras. Quien vive en los altos de París se escuece de eso que llaman aceras y se limita a morar bajo las nubes y a obtener créditos por vivir en la Rue Descartes. Quien no es filósofo, es escritor y, si no, camarero de escargots, muy nacional pero muy baboso. Nadie estudia en París, orilla izquierda, porque la cabeza se llena de ruidos de fuentes, de espectros del Panthéon, de chefs melancólicos que sirven limonades prèsses bajo las lloviznas. Los recuerdos se confunden y la piel de adapta a la locura de la belleza y se convierte el cuerpo en una fondue de Biotherm hidratante, Idealist de Estèe Lauder, chocolate de coco, cous-cous de L´Arganser (specialités marocaines), tristezas de Père-Lachaise y tulipanes respingones. Uno le echa la culpa al mal de piedra que también se apodera de ti, pero la realidad es que la madrugada y la urgente necesidad de Gitanes te hacen el amor con gusto, sin cigarrillo de después. Miles de identidades habrán quedado perdidas por Lutetia y presiento que la mía corre la misma suerte. Los recuerdos se han ido a una diáspora eterna y yo lo permito, sometida, encantada como esas serpientes de cascabel que han jubilado en la India.
El pequeño Nicolás, el gato negro de Rodolphe Salis, el chat amodorrado de Sempé y los ojos verdes del minino de Natalie Fobes viajan en mi bolsillo. A ellos hay que añadir los angelotes de la cabeza –cada vez más barrocos- y las manchas de tinta de la pluma, que parecen los lunares de Madame Recamier. Todos pasamos por delante del tablao flamenco, de la guitarra que toca un bengalí y de la tetería mora que regenta Salma. En un trocito de calle del hondo vientre de mi nueva ciudad, se oye el taconeo de una gitana (sólo puede ser una gitana) y un quejío. Luego, las risas de fondo, corriendo, agitándose, mientras el rocío forma meandros en las ventanas de los amantes. Se escucha bajito –milagro, milagro- esa canción hermosa de la Morente, “Sur”: “Soy del Sur, te amo…Sur” y los tejaditos a dos aguas parecen, voilé, Sierra Morena…
“L´agneau au citron et l´eau Vittel, s´il vous plâit…Suenta Ottis Ray (Sit on the back of the bay) mientras una japonesa de nombre Sateehn le cuenta historias al dueño del café. En la carta, platos de Líbano y dulces árabes de leche, dátiles fritos, pistachos, naranjas. Les susurro a mis querubines cuánto amo ese país –sin conocerlo- y el que yo creí “americano en París” me cuenta en un español tozudo y emborrachado que no se olvida de los barriles de vino cordobés que conoció un Fin de Año, allá por el 2000. Sateehn ríe sin comprender bajo la gorrita de mohair y los juguetes de circo del techo bajan a por los restos del brownie. “Hermosa Andalucía”, susurra el propietario de este Savannah Café (quizá soñado para el paseo marítimo del Beirut maltratado) y los zapatos comienzan a bailar debajo de la mesa aunque lo que suene sea “When a man loves a woman”…París era una fiesta…
Sobre la mesilla de noche de esta habitación de rojo burdeos y lys (algo así como la más bonita del mundo) descansa un librito de Paul Auster. Está guapo el americano, muy joven, posando en el campus de Columbia. Luego fue marino mercante y, más tarde, traductor en París. Salgo a la mañana fría para despedirme de la Islê de Saint Louis, con un perfume que huele a boutique de Dior y un talismán en el bolsillo: té “Patio Andalou”. Briznas de azahar, mandarinas, naranjas amargas, canela y té negro encontradas por ¿azar? (casualidad permanente, diría Auster) en una tiendecita de este barrio de Saint Paul.
Algo me sigue rondando la cabeza, algo suave, como de almohada: la posibilidad de pasear cada día camino de la Citè, contemplando ese collar verde-Murano que no me he comprado (para volver siempre a París), fisgoneando las caras redondas de los burgueses del caviar en los restaurantes rojos. Posibilidad de poner velas cada día en las capillas de Notre-Dame o Santa Genoveva, santa patrona de los Guerlaines y las Cocos. Quedarme pegada en esta loseta de Sully Morland y revisar cada nube que abraza Saint Sulpice con la mejilla colorada de posar la mano, señorita del XIX.
Ronda tanto…
Y, sin embargo, algún rasgueo ha despistado a los ángeles franceses que han caído de mi prendedor y se han escondido en la moleskine, llena de postales. Quizá el vago olor a nardos tardíos, cierta urgencia de sol tibio y azules más fuertes. Algunas entrañas se remueven pidiendo el verde y el jazmín y el dejar crecer el pelo al tiempo que crece mi trigo…
Estoy cerrando la habitación más bonita del mundo y los pies andan solitos, buscando tacones altos, melenas sueltas, cuellos al aire, calor temprano, noche tibia al cante. Mi troupe de querubines se ha quedado prendiéndose bigudíes en la toilette de la 02. Y yo me agarro el cinturón de la gabardina para no correr hacia la Rive gauche y pedirle al libanés del Savannah un puesto de camarera de por vida al lado de la dulce Sateehn.
PD.-Volveremos a soñar, por Paul, porque las hojas del otoño dejen de ser tristes, por la antillana hermosa Edith Leffel, la chiquita Angelina Larrive, la joven Charlotte y el héroe I. (r.i.p.). Seguiremos pensándolos, entre colores rosa y gatos blancos, lejos, lejos de la melancolía infinita de Père-Lachaise, cerca, cerca del azul.
París, avenue Charles V. 21 de noviembre, 2006