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Nada hay tan impreciso como la abstracción. Nada tan concreto como la piel. Este pensamiento, tan fútil, tan prosaico, se clava hoy en mí como una jeringa, una aguja que nunca extrae la sangre. Quiero agarrarte. No tocarte, acariciarte, reírte, mimarte. No. Nada de suavidad. Violentamente, quiero agarrarte y quedarme atascada en ti durante veinte minutos, encallada en un arrecife de coral, pongamos un término lírico porque la naúsea me vuelve locuaz y rabiosa.
Y, ante todo, tú y yo, siempre fuimos damas educadas.
El primer funeral que recuerdo sucedía en esta misma iglesia, asqueada de tanto nacimiento-casorio-entierro-, en este mismo pasillo, olor a mármol y paseíllo para alguien del que la vida se cansó, acurrucada en su madera, presentable por los parientes, cuando, quizá, hubiera querido descansar desnuda, los pies sin cordones, guarecida en lino o en el contorno de la piel. Todo era tan natural desde los ojos de los cinco años, que asumí como parte del paisaje aquellas figuras vestidas de negro, los cuerpos oscilantes presentando desganados sus respetos, el vino que luego corría por las mismas gargantas que una hora antes dijeron «lo siento».
Las mujeres delante, detrás los hombres, demostrando quién tenía el poder sobre lo concerniente a la muerte, quién la afrenta, le levanta el puño y la encara. Y quién le habla directamente y recoge los despojos que ella deja, ayuntando cuerpos y almas antes del vuelo. El bisbiseo a la hora de la siesta, el arrastre de pies y el tañido abochornado y lánguido. Un rumor a claveles amargados en el aire de la habitación, mis huesos contemplando el cortejo por la mirilla y sintiéndose superiores, los asuntos entre la tierra y el cielo no me competían a los diecisiete, restallante de calcio, sintiéndose superiores las caderas al cansancio de esas otras constreñidas entre las maderas. «La muerte se ensaña en agosto. Se cosecha el girasol y ella cosecha a los suyos», me decías. Como si fuera justo o como si lo humano pudiera alcanza a lo irrazonable.
A esta hora tranquila, tan lejos de la cal y los sudores de lo ajeno, cuando te vuelvo a transitar las manos y veo, de repente, la vena azul que no palpita sino que se relaja -descarada, se vuelve inhábil y laxa- elijo no presionarte, no evocar nada que recuerde al color negro o al caoba, que es el color del susto, de las apariciones, de los milagros. Elijo, aunque no quiera, un cuadro dulce, uno donde seamos adolescentes malcriadas, amodorradas mientras alguien trabaja por nosotras -sin albergar la menor culpa-, fascinadas con las formas que va tomando nuestro cuerpo, con los márgenes del futuro -gran sueño americano-, con lo imprevisible que siempre se va a tornar amable y suave.
Dentro de cuatro horas, apartaré las formalidades de mi cabeza y desearé haber heredado tus pendientes de perlas (¿los admirará la tierra mientras contempla la perfección de tus cervicales, hendidas de tanto peso y se preguntará cómo aguanta una mujer kilos y kilos de resignación?) y llevarlos ahora, pidiendo que queden en ellos -como en las películas noir– restos de tu ADN que se mezclen con el mío. Tal vez, me coloque tus gafas para transformar la realidad y desdibujarla o marearme y que el paisaje se transtorne en puntillismo y el vértigo me devuelva a mi realidad una vez que tú, ya seguro de vida, vuelvas a tu estado de descanso.
Una vez que tú te conviertas en algo tan tremendamente delicado como las plumas, tan descansado como los tallos podados, tan transparente como estas primeras lluvias de octubre. Entonces, volveremos a nuestra realidad y olvidaremos este día, el chantaje del oxígeno y toda la psicosis que me enloquece cuando la realidad me contesta -estúpida furcia- que tú no estás aquí.
Que tú no estás aquí mientras yo, que sigo creciendo, me vuelvo atontada y borracha, hacia tu útero.