Están abrazados en la esquina y abandonados a la suerte de ella, como esos frigoríficos que quedan en los desvanes y guardan restos de riqueza de una época anterior, manifestándolo a través de silbidos en medio de la noche, recordando sus vidas pasadas a los que se arrastan en la casa por debajo de ellos, recordándoles que existen, aun como vegetales.
El pelo rizado de la mujer se envuelve en sus hombros como una serpiente que está cambiando de piel, lo natural, lo establecido, sin que el ofidio sepa adónde dirigirse. Le supongo a ella un rostro pálido y ojos oscurecidos, mientras el cuerpo se sumerge en la lava que se derrite en su interior. Es tal la privacidad que desprenden que nadie les mira, como si estuvieran dentro de un recinto aún más privado que una cama propia. No son ellos los que con su amasijo de piel han invadido la acera. Somos nosotros los que estamos en el lugar al que pertenecen.
Algo viejo y extraño ha pasado por mi mente, algo que nos ha violado tiempo atrás y que proviene de la forma de esos cuerpos.
Siempre te he dicho que mi memoria alberga grandes agujeros y miradas, algún impacto como el cohete de «Viaje a la Luna» y muchas conversaciones, ésas nunca las olvido, ya sabes. Y tierra fértil para todo lo bueno que tenga que ver con la humanidad. Tengo la cabeza llena de tierra para otros. Pero nada más. El resto debe estar guardado en alguna caja fuerte de candados débiles que estos cuerpos me han abierto con sus contorsiones.
También tú y yo hemos recorrido estas esquinas y hemos permanecido así. Jamás nos ha asistido la vergüenza, sólo la sensación de que nos elevábamos por encima del suelo y nuestro nudo se convertía en un coche sin frenos, en el terror de aquél que sabe que morirá congelado con los 200 del Himalaya, en la tortura implacable de los malos sueños cuanto éstos se cumplen.
Nos hemos muerto en varias esquinas de Madrid.
Tú me has asistido con el remedio del serrucho: cortar antes de que llegue la gangrena. No había otra alternativa. Luego, me cauterizabas la herida con la lengua, con hummus, con llamadores de ángeles, canino y feroz, temiendo que la infección se llevase a tu presa.
Hemos odiado los ladrillos de estos edificios del exilio, hemos detestado que las avenidas se encerrasen en sí mismas -enfermas- hasta convertirse en la embocadura por la que nos vomitaban a ti y a mí. Hemos corrido hacia atrás buscando pechos hinchados y miradas que nos cosieran las cicatrices pero sólo nos hemos encontrado con el horror de los grafitis, rameras Gorgonas que nos atacaban.
Aquellos brazos tuyos que me retorcían, me alzaban, me crujían los huesos son los mismos que acabo de ver. Él también -hoy- hacía saltar la sangre de sus bíceps para elevar los Oxford de la mujer unos centímetros, para alcanzar más liviandad. Como si el oxígeno no fuera suficiente para curar. Porque el «seguimos vivos» no es argumento para la existencia. Porque los debates sobre el vivir o morir se tienen en esos sitios, en las esquinas, donde se encajona en muebles de Ikea el sufrimiento. Donde permanece en formol hasta que otros -como estos amantes- pasen y vuelvan a acondicionar la esquina a la letanía del dolor.