«Dancers» by Erwin Olaf
Nadie era grácil ni estaba solo. Todos los que competíamos estábamos amputados y sufríamos el dolor del miembro fantasma, la igualdad en la ecuación. Pero, por dentro, éramos desiguales y la fecha, la celebración de la estación, la inquietud por lo que pasaría al día siguiente nos tenía sin cuidado. Ardíamos.
Afuera, las vendas, las vías, los calmantes, las arrugas desfondadas, el cansancio de la madrugada, la falta de cobertura, el bisbiseo de alguien que leía un protocolo médico, los pasos de los vivos.
Adentro, los dolores, las incertidumbres y otras llagas, más heridas, más hondas, viejas como galápagos pero innombrables. Todos los ojos que nos mirábamos sabíamos del incendio interior. De que la obviedad siempre es producto de la inteligencia de lo que supura adentro. Todos lo compartíamos pero callábamos porque quienes nos acompañaban no debían sufrir o conocerlo o sumergirse en la parte oscura de sus afectos.
Era Viernes Santo y no había rastro de incienso, velas rizadas, exaltaciones o pasos arrastrándose. En la sala de Urgencias -demoradas porque lo que albergábamos a aquellas horas era doloroso pero no cruel- nadie pensaba en Jesucristo y sus espinas. Afuera, ciudades enteras caminaban tras de él, pero en este páramo verde seco cada uno llevaba la cadena propia, egoísta y caprichosa, la que no deja resquicio para las penas de hace 2.000 años, ni siquiera para las penas de los que nos rozaban.
Me costaba el aire y eso me recordaba a las películas de asesinatos, a las mujeres con bolsas en la cabeza, a los crímenes de los narcos, a la extorsión más perversa de la tortura: quitar el oxígeno, tan gratuito, tan barato, a cambio de una confesión. Pensé que no quería morir ahogada sobre una pila de almohadas. Pensé en Pilar, la hermana de la novela «La oculta» de Abad Faciolince, que suministraba una enorme jeringa de morfina a los agonizantes para que se fueran, livianos y descansados. Pensé en mi padre, que no toleraría eso.
A mi lado, la anciana se abotonaba la rebeca, ese gesto antiguo de decencia, al tiempo que la hija miraba posibles manchas en su jersey. El dolor estomacal frente al dolor del hartazgo. La hija parecía gritar que aquél no era su destino, el cansancio durmiendo en las ojeras, el morado de la ropa haciéndola penitente y el acomodarse el pelo tras la nuca, el mismo gesto que la madre.
Me dolían las costillas. Cada respiración era la subida a un 8.000 pero allí seguíamos, imperturbables. «Sí, tiene fiebre, constantes normales e hipotensión». Cuando uno tiene fiebre, ésta se agarra a los costados y establece allí un campamento de fuego, tumbando la poca selva que crece sobre los riñones.
Enfrente, una chica del norte, delgadísima, miraba mi tos y mi probable afecto al tabaco. Sus ojos enormes tampoco estaban cómodos en las Urgencias de una ciudad extraña, con la sirena de la ambulancia recordándole que esto es Madrid y que es demasiado habitual oírlas. Me gustaba escuchar las de la Policía en la mitad de las noches del sur pero éstas, las del 112, suenan igual que las campanas de un pueblo: a velatorio de tarde.
Averigüé, tras hacer cuatro test en el móvil -agonizando también con una rayita de cobertura- que me parezco a Claire Underwood de entre todos los personajes de «House of Cards», que tengo una personalidad cálida y creativa (lo que contradice al test anterior), que mi autoestima es media y que debería ser ingeniera en vez de periodista.
Vicente y Ángel pedían su ambulancia. No podía verlos desde donde me hallaba, pero querían volver. No sé a qué lugar llamarían ellos casa, pero sus voces nonagenarias se sentían abandonadas en el páramo. Algo como de olvido, que también sentíamos los demás. Mientras la calles silenciaban el descanso, las risas, las pasiones de Dios o de los humanos, allí estábamos nosotros, a los que nadie recordaba. Los ancianos eran patrimonio de la ambulancia y supongo que todos deseamos irnos con ellos cuando partieron, casi arrastrando el alma, compartiendo último trecho de vida y últimos partes de enfermedad hacia una posible casa. Hacia el hogar, que parecía algo lejano y defectuoso. Hay un miedo estúpido que te hace recorrer cada rincón de tu lugar de procedencia cuando entras en Urgencias como si cada box fuera una constrictor que te atraparía en su interior. Lo querido queda tan lejos como cerca está la puerta. Pero sabes que te encuentras en un terreno sembrado de minas, donde tu cuerpo no te pertenece.
Los médicos terminaban la jornada y deseé meterme en el enorme bolso de uno de ellos, para respirar ese aire de salud que parecía una posesión privada. Como si la frontera entre la calle y Urgencias fuera quien marcara la bonanza o la pérdida.
Una mujer pequeña y de ropa gris -hay que disfrazarse para ir a los hospitales- entró acompañada de una hermana mayor, enorme y desparejada que parecía querer inundar la habitación, desbordarse, en un gesto de protección.
Nosotros nos apretábamos la mano, en una coreografía aprehendida siglos atrás, para dar impulso a las ideas, a la sangre, a los ánimos, a la pregunta. En este caso, al oxígeno.
La anciana miraba el pladur y su hija miraba el rostro que ha conocido durante décadas. Yo la contemplaba mientras la chica del norte auscultaba el quejido de mis pulmones. Cónclave femenino.
«No imagino cómo has podido contener el dolor». Infección de amígdalas, como un retroceso infantil, antibiótico y una doctora que tecleaba de a una pero que olía a bondad. Me hubiera gustado decirle muchas cosas a esa mujer rubia y de tacto suave: «No duele nada. Lo que duele es lo que no puedo gritar». Ella hubiera entendido pero siempre la vergüenza, el pudor, la falta de una primera cirugía en las cosas que no se cuentan. Pero callé y me hubiera gustado abrazarla como si ella le hubiera otorgado una segunda oportunidad a mi tráquea, como si hubiera dado permiso a los bronquios para volver a expandirse.
La chica norteña ya no estaba. La madre y la hija seguían allí, como una piedad al revés. En el páramo era madrugada y los cancerberos esperaban la nueva hornada de las cinco de la mañana: los partos, las muertes, las heridas.
Respiro a esta hora casi con soltura, equilibrando la balanza. Oigo quejidos menores y estoy en silencio, permitiendo a la infección su tiempo. Hace un sol que me causa desafecto y los colores de mi casa, el morado, el verde, el rojo, el caos y las sábanas con dibujos de croissants son ahora mi páramo.
Pero me pregunto a esta hora -cuando Dios ya ha muerto- dónde estarán el resto de mis compañeros. Si la hermana grande habrá templado la fiebre de la pequeña, si la hija hizo descender el odio de sus ojos, si la madre ha comprendido, si la norteña ha vuelto a su niebla querida, si Vicente y Ángel duermen su siesta. Si, por un momento, ellos se sintieron parte de algo, más allá de los dolores, más allá del desierto. Si supieron que lo urgente nunca fue la fiebre o el mareo sino la incertidumbre de qué los provocaba, algo ajeno a lo físico, algo que nos quebró en un momento para dejar a este primogénito de madrugada que nos recuerda los lodos que albergamos. Ésos que nunca confesaremos en una sala de espera.