No me puedo quitar la imagen de la cabeza.
Entre Leonardo Di Caprio con un maravilloso cisne al cuello; Cindy C. convertida en Lilith (serpiente enmarañada); la tópica Moore embarazada; Al Pacino, frío y enmascarado y la transparencia helénica de Nicole Kidman, estaba ella.
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No tengo demasiados prejuicios. Acaso, dos o tres: el primero contra los caminos en mitad de la noche (esos campos de la tierra poblados de crímenes de agosto y huesos de la guerra). El segundo, contra gentes del pasado que se convirtieron en lamias, puras violadoras de manes, lares y penates. El tercero y último (por ahora): me duele terriblemente que se muestre ante un público que nada tiene que ver con una familia, los dos momentos más privados de la existencia: el nacimiento y la muerte.
Hay un extraño y poderoso olor a vida –irrepetible- cuando un niño nace. Olor a células recién formadas; a coxis desvertebrado de madre dolorida; a sangre pura; al primer oxígeno; al primer beso. Convertirlo en una película de serie B para las tardes de verano, me parece ominoso. Es un instante perfecto entre tres, el mejor momento para darle esperanzas al nuevo ser humano y brindarle olores a hierba mojada; margaritas; sandía; dama de noche; azahares; pavesas; allozos; claveles; albero; cantos de chicharras…si es verano. Si es invierno, mostrarle el perfume a lluvia; a nieve; al silencio de la noche; a chimenea; a brasero de picón; a laurel y tomillo; a violetas y petunias.
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Llevo un tiempo pasando por delante de una tienda, que queda cerca de casa. Vuelvo la mirada hacia ella, como una atracción e, inmediatamente, vuelvo la vista. En el escaparate hay colgada una camiseta roja con una calavera hecha de florecitas que lleva un lazo en la calota. La visión me produce escalofríos, me duele la espina dorsal. Sonríe huesudamente y me escabullo a la acera de enfrente. Puede significar la bandera pirata, versión femenina y alocada. Pero siento –cuando la veo- como si caminaran sobre mi tumba.*
Así he visto hoy a Susan Sontag, la compañera sentimental de Annie Leibovitz, en la exposición que la fotógrafa estadounidense muestra aquí en Madrid. Sontag, calaverita mejicana para ser exhibida como retazo intelectual de un show hollywoodiense con artificios de maga.
Annie Leibovitz es una fotógrafa magnífica, cuasi imperial, diría yo. Asentada en el clasicismo, olvida el avant garde y toda clase de performances para situarse entre los más grandes: Avedon, Capa, Newton, Sturges, Salgado, Leipzig. Su retrato de la reina Isabel II de Inglaterra es psicológicamente maravilloso. Plasma las personalidades en marcos deliciosos. Me recuerda a Velázquez, cuando éste dibujaba a los bufones, mendigos y locos de la Villa de Felipe IV y era capaz de traducir sus mentes. Pero Velázquez los dignificaba. Leibovitz, no.
Leibovitz nos muestra la decadencia de su compañera, la intelectual Susan Sontag y abre el alma de la neoyorquina, dejando visible el terrible dolor de su cáncer, la certeza irrefutable de que los miles de pensamientos que le quedaban por plasmar a la gran escritora se iban, certeramente, sin posibilidad de vuelta atrás, con ella a la tumba.
Hay cuatro fotografías de Sontag tomadas en un hotel de Venecia. Susan acaba de levantarse: está hermosa, tremenda, con ese aire de tigresa en blanco y negro que tenía. Un albornoz color hielo la hace aún más bella. Sin embargo, hay una profundísima tristeza en sus ojos. Delante de ella: restos del desayuno y un plato con diez frascos de medicamentos. Sontag los mira con las manos arracimadas en torno a su cuerpo, protegiéndose. Sabe que ya ha perdido la batalla frente a ellos; la intelectual se ha rendido frente a la química. Es una imagen atroz: hubiera deseado coger a esa mujer y abrazarla, llevarla a la ventana y enseñarle san Zaccaria, algún dibujo de Palladio; el palacio de Casanova, frescos de Veronese. Por nada del mundo la hubiera dejado allí, desmayada, derrotada, exangüe.
Cuando el ser humano fallece –sea de la forma que sea- la Muerte se apodera de su cuerpo, lo hace suyo, lo estremece, lo consume. No quedan restos de lo que fue, de la viveza de la piel, del brillo en los ojos. Todos los adjetivos tristes del mundo pueden caber aquí. Sólo se me ocurre uno: la mujer o el hombre que vivió se vuelve calavera. Por eso las detesto. Esas caras picudas, las pupilas azul nieve, las manos como sarmientos, el cuerpo amontañado, detenido en una mueca terrible. Nos convertimos en pergaminos.
En la última imagen de la escritora registrada por Leibovitz, Sontag aparece en su ataúd, totalmente desfigurada. Me recuerda a esos retratos que se les hacían a los muertos a principios del siglo XX, cuando recién fallecían. Retratos, que se guardaban en las casas durante generaciones y que torturaban por su crudeza a los descendientes..
Sin embargo, de la autora de La enfermedad y sus metáforas, la imagen que pervive en nuestras cabezas es ese rostro contumaz, viajero, esas manos que garrapateaban mil veces el borrador de El amante del volcán.
Hay que admitir que las fotos fueron hechas con el consentimiento de la escritora. Y que las que se desarrollan en el hospital parecen sacadas de la obra de teatro Wit, donde una profesora en estado terminal se pregunta qué legado dejó al mundo, si su única pasión fue el trabajo del poeta del XVII, John Donne. Frente al vacío y la soledad de la protagonista de Wit, Sontag antepone su imagen de mujer inagotable, amada, cuidada, luchadora infatigable versus la irreconocible última foto.
Desde las imágenes de la Susan viajera –preciosa su fotografía en Petra-; melancólica en el París invernal; romántica en Venecia; cosmopolita en Nueva York hasta la imagen de su tumba en Montparnasse median muchas más fotografías que, por principios, no describiré. Radioterapia y el Mount Sinai.
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Por supuesto que también hay un aliento de vida a lo largo de la muestra: el de la familia de Annie Leibovitz. Sus padres, su hermano Phillip, sus sobrinos, sus tres hijas aparecen como seres que afrontaron la existencia a grandes brazadas y supieron extraer de ella hasta la última gota. Fueron seres felices porque se sintieron amados.
Quizá es eso, el amor, le ternura impresa en las fotografías familiares lo que falta en los demás retratos de Leivobitz. Son precisos, reveladores, exquisitos. Pero extremadamente fríos. Quizá la artista vierta su dulzura en aquéllos a quienes más ama, aquéllos que le recuerdan su hogar y su infancia en Connecticut.
Si bien creo que la intimidad de su compañera sentimental no debería haber salido a la luz –no esa intimidad brutal-, sí pienso que la obra debe contemplarse como lo que es: la muestra de una gran artista. La terribilitá de un ataúd no mancha los escritos de Sontag que perviven en nuestras cabezas, ni su imagen de mujer de raza, de narradora de los conflictos a los que nadie quiso acercarse, de su toma de Sarajevo con un Esperando a Godot.
A pesar de la grandeza de Leibovitz, a pesar de Vanity Fair y sus fotos de Ruanda, un pensamiento no me deja en paz. Cuando unos ojos comienzan a ver, alrededor de su cama, a sus antepasados y saben que van a cerrarse, las luces deben ser apagadas, las voces deben convertirse en daga de silencio y las manos deben unirse para dar calor. Que la dignidad de un ser amado forme parte del show business es algo terriblemente frío. Muy frío.