Los desmayos tienen un zaguán previo.
Antes de que la oscuridad lo cubriera todo, los cuerpos se deshacían en risas, en agravios a ajenos, en un buen whisky. En nada y en todo. Libábamos la vida y de qué manera. Como el preso que acaba de salir tras treinta años y celebra la existencia, aun sabiendo que ésta será un infierno. La lloraríamos cuando viniera el fuego. Ya seríamos dóciles y burgueses cuando nos mordieran los berbiquíes. Ya oleríamos las sales cuando cayéramos al suelo. Mientras tanto, bebíamos. Hablábamos sobre Túnez y aquella vez en que sentiste que el desierto era tu medio natural. Los hombres callaban. Sólo uno de ellos murmuró que él viviría en el frío y del frío. Y nos los imaginamos rico, vendiendo glaciares e icebergs. Porque él tenía palabras para vender el mundo al propio mundo.
Yo me había puesto en el lugar de Creonte esa noche y, por una vez, me había alejado del énfasis de Antígona por enterrar muertos. La maldad que esconden los rostros hermosos siempre suele funcionar. Así que los cadáveres que emponzoñaron otras vidas hay que dejarlos al aire libre. La putrefacción de sus intestinos revela la putrefacción de su alma. Pensaba del hartazgo de las deudas familiares, de que es cansado quitar una y otra vez las hojas secas sobre la tumba de quien no amaste, de que me extenúa reescribir las biografías de quienes transmitieron la rabia en vida. Así que buitres…Venid.
El viento bajaba de la sierra pero ya nada molestaba. Habíamos dejado atrás el desfiladero. Los cuatro. Luchas privadas que no necesitábamos contarnos porque los ojos todo lo decían. Nunca nos interesaron los pormenores de las batallas ni enseñarnos las cicatrices, el lugar por donde había entrado el asta de toro. Competíamos por la luz, no por las exequias. Nos sentíamos libres y jóvenes. Los zarpazos habían tenido lugar en la edad tardía. Ahora volvíamos a la infancia, pero más sabios, más rectos, más feroces que nunca.
Nos sabíamos, nos sabemos. Cada cual con sus virtudes tatuadas, lamiéndoselas. Los defectos, los pecados eran una penalización impuesta por la vida. Ya se contaba con ellos. Pero no con lo inesperado de nosotros mismos. Con que nosotras queríamos grafitear las calles donde empezó todo: dejar la firma de dos adolescentes en los árboles, con el corazón ñoño. Que vosotros queríais sentaros en un lugar con una caña sin anzuelo, mirando la mar, sin otro propósito que el silencio. Volveríamos a las arropías, a las noches en (y con) velas, al grito ante lo inesperado, a los viajes en coche. La noria seguía dando vueltas y nos refugiábamos en nuestra caseta. Por derecho propio. Por las fatigas, los vómitos, las alas llenas de sangre en el suelo.
Así que bebimos. Y brindamos. No por las grandes cosas. Tan sólo por el amanecer, por lo seguro.
El mareo era suave y delicado y no me alejaba mucho del cemento. No me elevaba sobre el cielo, me agarraba a tu piel y me mantenía firme. Queríamos volar en un globo aerostático. Pronto. Volveríamos a conducir por los parques de Copenhague, tú vigilando mi espalda, orgullosa y felina.
Así nos adentramos en la noche. En la plaza. Con la seguridad de que los escalones que llevan al infierno tenían nuestra marca.
«¿Qué es esa llamarada roja?» «¿Qué es este humo que no drenan las alcantarillas?» «¿Qué es aquel azul derritiéndose?». Preguntas sin sentido desde tu preciosa cara. Y ya nada más. Sólo, de nuevo, la certeza del canibalismo de esta vida.