viviane amsalem

Texto basado en la película «Gett: el divorcio de Viviane Amsalem», última parte de la trilogía sobre la familia dirigida por Ronit Elkabetz y Shlomi Elkabetz.

La lanza estaba preparada desde hace tiempo, veinte años o así. Sólo los decenios debían lustrarla. Los decenios y los ojos bajos del varón, que despreciaban todo acto. La fisionomía, la batalla constante, los brazos que nunca bajaron hasta el regazo, la turbiedad de las pestañas, que lo juzgaban en lo que era: un hombre perfecto a los ojos de Yahvé. Respetuoso, temeroso de Dios, humilde, generoso con su casta y sus vecinos. La kipá encerraba su aura, el cuerpo como un brote de santidad. Y el susurro denso, taimado, dentro del cuello de la camisa, bisbiseando adjetivos para no renovarla, para volverla loca de a poco, para que las copas de cristal estallasen contra los muros del hogar en la madrugada y nadie pudiera compadecerse de ella. Porque él es un bienhechor y jamás le puso la mano encima y le dio un techo y comida a los hijos y libertad en Sabbath y respeto hacia la alianza.

No comprendían. Ni el tribunal ni los jueces ni los hermanos ni los amigos ni la congregación. La libertad de una mujer es el oprobio de su marido. Y Viviane Amsalem, allí, con el rostro enmarcado por el cabello negrísimo, las uñas aferradas en torno a la cintura, prefería rodar -dicen- fuera de aquella hoja de parra, regodearse en las miradas de otros hombres, no respetar el descanso del sábado, revocar los votos, señalar al varón como culpable de su infelicidad. Allí, rodeada de hombres, la mujer de cuerpo fuerte y zapatillas de esparto escuchaba los consejos de los sabios de Sión: «Usted debe volver a casa». Ella, que por dentro sigue viva y no conoce a más hombre que a sí misma, encadena los retornos al hogar, como cuentas de un hilo interminable.

A los quince años, ella lamía las espinas del pescado cuando la mame lo hacía con sopa de nueces. El pescado propicia la fertilidad y la niña virgen engullía las escamas y las vísceras para dar a luz hijos del Pueblo Elegido. Ahora recuerda aquellas ansias y ríe mientras contempla el suelo de la cocina, preparando la comida para el Rosh Hashara, escuchando los fuegos artificiales. Incrédula, niega con la cabeza esa tozudez humana de querer empezar de nuevo, de marcar fechas para renovar el oxígeno, como si el calendario fuera capaz de voltear la suerte o de fundir el oro de la maldita alianza que sigue en el dedo.

Y así, los días. Y así, las noches. En los paréntesis, él narrando en voz baja la épica de su desgracia, insultando cada uno de sus gestos, volviéndose hacia la pared para no tocarla, sorbiendo la sopa mientras los ojos se le mecen en el párpado inferior y la desprecian. Ella extirpa su lanza y se la clava una y otra vez: lo espolea, lo embrida, quiere que se convierta en un potro salvaje. No comprende que la Naturaleza es escasa a la hora de repartir la valentía y que él nació en piedra y no hay viento ni huracán ni lengua de llama que lo mueva. Y ella, Viviane Amsalem, maldice a los benditos y a los santos, que hunden sus testuces hasta que el cuello se les quiebra. Y ella, Viviane Amsalem, no parará hasta librarse del parásito que sólo quiere devorarla: no por amor sino porque él le cobra el diezmo cada día y su boca escupe «tu cuerpo no puede pertenecer a ningún otro, sólo a tu casa, donde nacen los hijos de Israel».

Viviane despertará un día, feroz y volcánica, bajo la camisa de seda roja. El esmalte cubrirá las uñas de sus pies y se hará consciente de la sensualidad de la que los hombres hablan. Ése será el día en que la palabra de la Torah caiga como la lluvia sobre Tel-Aviv. Y romperá las horquillas y desatará el moño y dejará correr el pelo sobre la espalda, como el lago de Galilea, como el verbo de los profetas y se jurará ser libre de ese hombre y de esa mirada. Aceptará el aguijón, el destierro, la castidad, la juntura de las piernas, los 60 metros cuadrados de un piso adonde los hijos nunca acudirán.

Viviane Amsalem mirará durante los años siguientes la ropa blanca que la vecina cuelga cada miércoles en el patio interior, con la paciencia de las mujeres que obedecen los sagrados preceptos. Observará como prepara la moussaka o los boios mientras ella da vueltas a una sopa de lentejas que no tiene sabor a manos reposadas ni que, como su cuerpo, ha pasado los estrictos controles kosher de calidad. Viviane mirará la lluvia sobre los ficus y las palmeras enanas del patio, con el televisor sin sonido, espectadora de la cena familiar de la casa de enfrente. El mantel a cuadros, las pequeñas nucas repartiéndose en pan trenzado, el markat perot kar cayendo suavemente desde el cazo sobre los platos.

Allí estará la mano. La mano de la vecina que se desliza suavemente hacia esa otra, morena, la muñeca cruzada por el reloj de oro, el vello abundante, los dedos curvados. Allí permanecerá la mano de la mujer, posada toda la comida, repitiendo las caricias como las espaldas de los estudiosos en la sinagoga. Allí permanecerá hasta que el dorso de la mano del hombre se escape en un rápido movimiento, a la vez que retira el plato y deja la silla sin arrimar. A la vez que él se va, se escapa, sin mirarla, los iris de los ojos reprobando todo el lienzo del que es patriarca, mientras la palma de ella sigue haciendo cúpula sobre el vacío del aire y su mirada se detiene, como si contemplara algo inalcanzable, en la soledad querida de Viviane Amsalem.