CUANDO LOS DEUDOS SE ENCIENDEN EN LLANTO

Portada

Revista «Estación de Poesía». Otoño 2015

Poema seleccionado por la revista «Estación de Poesía», dirigida por Antonio Rivero Taravillo y editada por el CICUS (Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla)

rsz_h502_22_94

Copyright:Helena Delmaire

Así es como termina el mundo, no con una explosión, sino con un lamento

(T.S. Eliot)

 (me) Pido perdón porque el estiércol haya colmado mis pechos hasta convertirlos en bosta adecuada para los rumiantes

(me) Pido perdón porque una bacteria me llevó a pronunciar la palabra «papá» antes de tiempo, entre animales obscenos que perfundían los cojines que me sujetaban, sala turbia de maternidad, esperando cobrarse la vida de la niña en tránsito

(me) Pido perdón por elegir siempre las lilas blancas, símbolo de la sumisión y la cabeza agachada en la palangana de las confesiones

(me) Pido perdón por haber sido caudillo de un ejército inservible, donde las goteras hacían mella en la infantería, tan débil, tan exquisita, que se agotó antes de ponerse el peto

(me) Pido perdón por no haber entablillado ambas piernas, a la diestra, a la siniestra, y gozar el día al calor de la sopa de maimones, los tres vuelcos del cocido, la aparente blandura de la telera no miñosa

(me) Pido perdón por haber incitado a los años al canibalismo, a no contarme entre sus víctimas, a no apiadarse de la mujer no vivida, de sus días, de sus instantes

(me) Pido perdón por no celebrar funerales con anticipo, pegando la nariz sobre la del futuro cadáver, para comprobar el oxígeno en evasión. Por no servirles los crisantemos, las calas y esparcir sus cenizas, como si fueran majada de bestias

(me) Pido perdón por no haber cavado a tiempo esas tumbas donde la grasa de los traidores se expandiría bajo el aburrimiento de la jauría, azuzada sobre los restos, como el último hueso de Enrique VIII

(me) Pido perdón por haber orado por las polillas que volaban sobre aquellas almas que olían a cincha de caballo, mientras la tanza con que embridar la mía moría entre la boca del salmón

(me) Pido perdón por haber amado sin seguir las leyes de Darwin, por haber depositado en la puerta de la inclusa los afectos y los deberes que demanda la propia piel

(me) Pido perdón por haber convertido los labios en matambre, untuoso y dorado, atado con la cuerda que no le permite escapar: para no afrentar, para no herir, para no hacer doler. El cactus nació en mi boca como hijo del matambre

(me) Pido perdón por situar en la placa de Petri antes al virus que a la rata de la peste, antes a la necrológica del escarabajo que a la muerte dulce de Szymborska en Cracovia

(me) Pido perdón por todo aquello por lo que no (me) pediré perdón. Por lo olvidado, lo entretejido, lo enterrado, lo callado, por todo lo que sigue extendiendo sus raíces, amenazando con derribar esta casa, encenagando sus sótanos sin barricas añejas ni cadáveres que esconder

(me) Pido perdón por la falta más grande con la verdad. La que niega (aunque digan que huelo a clavo, aunque el cordón umbilical rodease mi cuello, aunque lleguen postales a mi nombre) que el mayor pecado es convertirse en invisible por obra y gracia de tu palabra.

BOSTONIANO

 

 

Christian Schloe4

Copyright: Christian Schloe

Texto basado en la película Spotlight.

In memoriam de todas las víctimas.

Siempre recordaba ese detalle. Nadie, por lo visto, le podía recordar al bedel del colegio que las bisagras de la puerta necesitaban ser engrasadas, como si hacerlo fuera un gesto inútil o como si el chirrido asegurase el pasar de los siglos por la habitación. Siempre lo pensaba, al entrar por ella y al salir.

Su madre solía aceitar las de su casa con un producto que compraba en McMill´s. Cuando lo hacía, todas las habitaciones, incluido el desván, incluido el artesonado de los olmos blancos del jardín olían a algo parecido al amoníaco. Pero merecía la pena porque una especie de suavidad se instalaba en la casa y entre ellos dos. Y las cenas tenían un aire a plumas, una expresión algo cursi que había leído en un poema. Ningún ruido desagradable o intruso osaba romper aquella atmósfera de tranquilidad. Madre le pasaba las patatas baby y las judías salteadas, como adivinando lo que su estómago necesitaba, y él jugaba a posar el salero en la mesa para no atraer la mala suerte. Entonces, ella ponía los ojos en blanco. Siempre decía la misma frase: «Creo que en esta casa habita una pequeña vieja supersticiosa». Él le contestaba: «¿Irlandesa?». Y ella respondía: «Por supuesto. Sois las peores». Entonces, hacía el ruido de una anciana desdentada y los dos reían hasta que les dolía la barriga.
Luckas suponía que engrasar las bisagras de las puertas no tenía nada que ver con aquella calma que de pronto recorría los resquicios de la minúscula vivienda unifamiliar, pero siempre intentaba adivinar un color blanco, un recuerdo de ese techo de plumas en aquel inmenso despacho.

Los muebles eran demasiado viejos y olían tanto a madera que todavía puede evocarlos con los ojos cerrados, de noche, en la cama. Parecía como si las bibliotecas, los sofás chester o las mesas con complicados arabescos necesitaran mediante el perfume dar aún más testimonio de su mismo ser, del mero hecho de existir. Tenían que convencer al visitante de que formaban una decoración propia del lugar, regia y altiva, de que merecían los mismos adjetivos que el dueño de aquella pieza.
El camino hasta llegar al final de la sala era demasiado largo y los cipreses de las ventanas se dibujaban, cortados por el sol, sobre la alfombra verde, como si avisaran de la brevedad de la vida que se escondía tras ellos -cercaban el cementerio de Saint Ignatius- o de que todo lo que existía entre esas paredes concernía exclusivamente a lo sagrado, a lo celestial. Luckas posaba sus pies al comienzo de la primera sombra y, cuando llegaba al final del camino, tenía la impresión de haber recorrido kilómetros, como esos alpinistas del National Geographic Channel. La gota de sudor frío empezaba a caer por la espalda lentamente y mojaba la camisa. Las manos y los pies se helaban, a pesar de la calefacción permanente y de que los días en que acudía al despacho solían ser siempre soleados.

Quizá por eso, años después, se mudaría al oeste, a un sitio que le prometiese lluvias y nieblas perennes. A un lugar donde necesitase siempre una capucha para resguardarse, para encerrarse en sus pensamientos, o un impermeable que le disfrazase, que le crease un alter ego. Un lugar en donde tuviese que utilizar permanentemente los limpiaparabrisas del coche, en donde necesitase un ferry para llegar a casa, en donde cada dos por tres las tormentas le obligaran a achicar las inundaciones de la bodega. Luckas convirtió a Seattle en una mudanza por trabajo: una plaza conseguida por un viejo amigo en un colegio privado, algo sencillo, Historia y Cultura Americanas, buen sueldo para el alquiler de la casa y sus pocas necesidades. Lo revistió de oportunidad y, en el fondo, lo era. Se trataba de huir, se trataba de que los ruidos no lo acosasen más tiempo, se trataba de que las plumas volvieran alguna vez sobre su cabeza.

Por las noches, cuando regresa a la isla, y se prepara la cena, evita todo el tiempo mirarse las manos. Es difícil cascar huevos, pelar patatas, cortar cebollas, despiezar el pollo sin mirarse las manos. Si las observa, empiezan a superponerse otras y otras y otras. Falanges y falanges, músculos, dedos velludos. Otras manos que son las mismas. Manos viejas, arrugadas, con una galaxia de manchas de la edad, enrojecidas por el frío de Boston. Manos que comienzan a amontonarse hasta formar un rascacielos que alcanza la campana extractora de humo y que amenaza con salir por ella hacia el cielo ventoso. Después, el teatro de sombras reproduce los actos de aquellas manos y comienza la catarata. Nunca supo explicar qué sentía en esos momentos, encerrado en el despacho, hasta que fue de excursión a Niágara. Exactamente, lo que venía tras aquella muralla de manos que aparecían fantasmales era un torrente inmenso de agua donde él caía. Y caía con la seguridad de que había cometido una torpeza: se había equivocado de camino, había faltado a una promesa, se había portado mal con mamá, no había dado de comer a Benjamin, no lo había sacado a pasear, se había distraído en misa, se le habían olvidado algunos pecados en la confesión. Algo debía haber perdido en el camino, en algún momento debió errar y caer.

Lo más extraño es que nadie lo sujetaba en esa caída. No estaba madre ni la abuela ni ninguno de los chicos de entonces, los mismos que compartían con él la bisagra oxidada, la alfombra verde y las manos. En la caída deseaba ahogarse, llegar al final ya muerto porque adivinaba que el último choque sería peor que la misma muerte. La taquicardia le avisaba de que había algo amenazante, algo aún peor al final del agua misma. Los músculos del tórax se le comprimían y él boqueaba dentro de la bolsa de cartón que siempre llevaba a mano. Los gemelos se achicaban y sus dedos pasaban de la bolsa al pelo, a mesárselo una y otra vez, como hacían las manos viejas. Entonces se daba cuenta del gesto repetido y se asqueaba de sí mismo: volvía a la bolsa, a aspirarla como si en ella estuviera el milagro. Rezaba, él que se enorgullecía de haber apostatado, rezaba y pedía a gritos que lo dejasen en paz. Y acababa en la esquina del sofá de eskay, donde la tiza no cercaba a un muerto sino el sudor a un niño de 1.84. Aplastado y en posición fetal, las imágenes celebraban su Carnaval pasando por delante en bucle: su propia piel, blanca por entonces, enrojecida a base de supuestas caricias; la sonrisa cariada amenazando su cara como una cúpula que se derrumbaba siempre; el olor a colonia cara que luego tenía que quitarse, a base de frotarse mil veces la entrepierna y de lavarse el pelo con el champú de lavanda de su madre. Los ojos. Pequeños. Tenía los ojos pequeños pero él los recuerda agrandados sobre los suyos, jadeantes, convirtiéndose en anguilas que hacían promesas. Cuando llegaba a casa, investigaba sus propios iris, azules, profundamente azules, en el espejo que agrandaba los rasgos. ¿Había algo en ellos que llamaran a los otros ojos? ¿Cómo había que mirar para ser invisible? ¿Cómo se achican unos párpados y unas pestañas tan largas? Y odiaba al padre muerto por haberle legado sus facciones y odiaba que le dijeran que era el chico más guapo del vecindario o que su madre lo acostase susurrándole: «Buenas noches al más bello Capitán América». Una vez, incluso, decidió cortarse las pestañas. Pero las manos le temblaban demasiado. También le pidió a madre que lo llevase al oculista para que unas gafas escondieran sus ojos pero aquello fue peor: parecía un pequeño universitario de la Ivy League, le daban más edad. Sentía que todo lo que hacía sólo empeoraba lo que ocurría en los días soleados de Boston.

Todavía, cuando se levantaba por la noche envuelto en la tiniebla de las pesadillas, revisa cada momento desde su llegada a la escuela, desde aquel principio de curso. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué tuvo que responder a aquella pregunta del padre O´Neill sobre Moisés y la zarza? Sólo pretendía demostrar que sabía, que había leído varias veces la Biblia, que asistía a catequesis con devoción. Quizá todo era un castigo por ser pretencioso, por la vanidad de saberse mejor que los demás, por tratar de gritar que sí, que encajaba en aquella escuela católica porque era estudioso y merecedor de la beca, que era un chico más de un barrio alto como Beacon Hill a pesar de ser hijo de los subsidios sociales y vecino de Dorchester. Quizá Dios le castigó aquella osadía como castigó a los israelitas matando a sus primogénitos. Porque Luckas sabía que lo que le arrastraba al despacho del padre O´Neill cada bostoniana tarde de sol acabaría con él.

Todos en la escuela atribuyen al nuevo profesor Luckas Mulhall una extraña timidez que le impide mirar a los ojos. Siempre va por los pasillos con la cabeza agachada y eso, además de pintoresco, es tierno y sexy. Él, que nunca quiere llamar la atención, se convierte en el epicentro de las charlas de las alumnas, de las profesoras. Arrastra el suficiente misterio como para imaginársele un pasado vandálico o profundamente traumático. Rechaza las invitaciones a fiestas del personal o a fiestas estudiantiles y eso engrandece la admiración que todas las chicas sienten por él, en un lugar donde los hombres parecen haber nacido para competir. Cae bien entre el claustro: acata las disposiciones, no se rebela con propuestas excéntricas sobre el aborto, los derechos civiles o la igualdad de los homosexuales. No asiste a las misas que se celebran los días festivos pero lo contrarresta con la forma impecable que tiene de impartir las asignaturas.

Desde hace años mantiene sus rutinas, los pilares necesarios para no irse a la deriva como le ocurrió a Matt, a Paul o a Johnny T. Hace footing por la isla, sin capucha. Sólo en ese momento deja que la Naturaleza entre en sus pulmones. Come sano, evita el alcohol, las fiestas, las multitudes donde la gente se roza de forma inevitable. Soporta bien los sitios cerrados pero teme a las nucas: en los ancesores, en el metro. Teme volver a ver aquella nuca, con el alzacuellos fuera de su sitio, roja, palpitante y satisfecha por lo obtenido de él. Aquella nuca sobre la que tenía que posar su mano, en un abrazo demoníaco. Una nuca a la que arañaba mientras la voz le decía: «Mi pequeña fierecilla, sit, sit, sit». Luego supo que ésa era la expresión de los amaestradores de perros, pero la humillación le daba igual. La nuca se volvía hacia la mesa y las manos viejas se alisaban los cabellos, se cerraban los pantalones, se recorrían varias veces la camisa negra, se abrochaban los puños.

Por eso Luckas teme los lugares cerrados. Por si aparece una nuca parecida, por si él vuelve a tener la culpa del regreso, por si se le olvidó ser un buen cristiano y Dios le castiga enviándole una plaga de nucas.

Recibe carta de su madre cada martes. En una de ellas, de pasada, describía lo hermoso que fue el funeral del padre O´Neill e incluyó el obituario que había aparecido en el Boston Herald. «Hacía tiempo que estaba enfermo, por lo visto el Parkinson había arrasado su cuerpo. Mary Robinson, la vecina que canta en el coro, me contó que no daba crédito a sus ojos la última vez que lo vio, sentado en una silla eléctrica, totalmente consumido. A pesar de eso, cree que la reconoció con aquellos ojos tan vivos que tenía ya que le apretó la mano entre las suyas, que temblaban continuamente, como si ya no pudiese controlarlas. Una pena que agonice así un hombre de Dios que tanto hizo porque chiquillos como tú permaneciérais en Saint Ignatius y no os descarriláseis. Recuerdo con que devoción hablaba de ti, de tus conocimientos sobre la Iglesia, del gran hombre que llegarías a ser. La Asociación de Padres le dedicamos una misa por nuestra cuenta y yo ofrecí la buena obra del día por su alma».

Luckas colgó el obituario al lado de la ventana desde donde puede contemplar el Seattle nocturno y la Aguja Espacial. Los viernes, cuando el abismo del fin de semana se proyecta por delante, se sienta allí con «Hojas de hierba» sobre el regazo. El libro tiene como marcapáginas un dardo, que lanza una y otra vez contra la enorme esquela. Pretende agujerearla entera, pero ocupa casi una hoja de periódico y sabe que le llevará tiempo. Un tiempo pleno de lluvias sin un atisbo de sol ni de árboles que se eleven sobre su casa. Luckas espera que el invierno sea largo y gélido para poder llevar guantes todos los meses que pueda. Suele ponérselos dentro de casa cuando tiene que batallar contra él mismo y los recuerdos.

A veces, piensa en volver a Boston y visitar su tumba. Y hacer algo impropio de él: orinarle encima, grafitear la lápida, dibujar una estrella de seis puntas. Cubrirla de pintura roja, destrozar al ángel, santo o virgen que la corona, extender una capa de gasolina y prenderle fuego.

Entonces, vuelve la voz y el chirrido de la bisagra. Como si pudiera escuchar sus pensamientos desde el otro mundo. Y Luckas tiene que aferrarse a la bolsa de cartón e inhalar e inhalar e inhalar para no verse mordiendo un cojín mientras las viejas manos recorren su cuerpo pequeño y él, sin gafas, sin saber qué le hacen sólo escucha, una y otra vez: «Mi pequeña fierecilla, sit, sit, sit».

ASALTO (SIN ARMA BLANCA)

Christina. Mervyn Josep Pius O´Gorman

Christina. Mervyn Josep Pius O´Gorman

 

Los desmayos tienen un zaguán previo.

Antes de que la oscuridad lo cubriera todo, los cuerpos se deshacían en risas, en agravios a ajenos, en un buen whisky. En nada y en todo. Libábamos la vida y de qué manera. Como el preso que acaba de salir tras treinta años y celebra la existencia, aun sabiendo que ésta será un infierno. La lloraríamos cuando viniera el fuego. Ya seríamos dóciles y burgueses cuando nos mordieran los berbiquíes. Ya oleríamos las sales cuando cayéramos al suelo. Mientras tanto, bebíamos. Hablábamos sobre Túnez y aquella vez en que sentiste que el desierto era tu medio natural. Los hombres callaban. Sólo uno de ellos murmuró que él viviría en el frío y del frío. Y nos los imaginamos rico, vendiendo glaciares e icebergs. Porque él tenía palabras para vender el mundo al propio mundo.

Yo me había puesto en el lugar de Creonte esa noche y, por una vez, me había alejado del énfasis de Antígona por enterrar muertos. La maldad que esconden los rostros hermosos siempre suele funcionar. Así que los cadáveres que emponzoñaron otras vidas hay que dejarlos al aire libre. La putrefacción de sus intestinos revela la putrefacción de su alma. Pensaba del hartazgo de las deudas familiares, de que es cansado quitar una y otra vez las hojas secas sobre la tumba de quien no amaste, de que me extenúa reescribir las biografías de quienes transmitieron la rabia en vida. Así que buitres…Venid.

El viento bajaba de la sierra pero ya nada molestaba. Habíamos dejado atrás el desfiladero. Los cuatro. Luchas privadas que no necesitábamos contarnos porque los ojos todo lo decían. Nunca nos interesaron los pormenores de las batallas ni enseñarnos las cicatrices, el lugar por donde había entrado el asta de toro. Competíamos por la luz, no por las exequias. Nos sentíamos libres y jóvenes. Los zarpazos habían tenido lugar en la edad tardía. Ahora volvíamos a la infancia, pero más sabios, más rectos, más feroces que nunca.

Nos sabíamos, nos sabemos. Cada cual con sus virtudes tatuadas, lamiéndoselas. Los defectos, los pecados eran una penalización impuesta por la vida. Ya se contaba con ellos. Pero no con lo inesperado de nosotros mismos. Con que nosotras queríamos grafitear las calles donde empezó todo: dejar la firma de dos adolescentes en los árboles, con el corazón ñoño. Que vosotros queríais sentaros en un lugar con una caña sin anzuelo, mirando la mar, sin otro propósito que el silencio. Volveríamos a las arropías, a las noches en (y con) velas, al grito ante lo inesperado, a los viajes en coche. La noria seguía dando vueltas y nos refugiábamos en nuestra caseta. Por derecho propio. Por las fatigas, los vómitos, las alas llenas de sangre en el suelo.

Así que bebimos. Y brindamos. No por las grandes cosas. Tan sólo por el amanecer, por lo seguro.

El mareo era suave y delicado y no me alejaba mucho del cemento. No me elevaba sobre el cielo, me agarraba a tu piel y me mantenía firme. Queríamos volar en un globo aerostático. Pronto. Volveríamos a conducir por los parques de Copenhague, tú vigilando mi espalda, orgullosa y felina.

Así nos adentramos en la noche. En la plaza. Con la seguridad de que los escalones que llevan al infierno tenían nuestra marca.

«¿Qué es esa llamarada roja?» «¿Qué es este humo que no drenan las alcantarillas?» «¿Qué es aquel azul derritiéndose?». Preguntas sin sentido desde tu preciosa cara. Y ya nada más. Sólo, de nuevo, la certeza del canibalismo de esta vida.

RECITAL EN «LA NOCHE DE LOS LIBROS»

La-Noche-de-los-Libros5

Mañana, día 23, en la Noche de los Libros, los miembros del Taller de Poesía Clave 53 recitaremos en la nueva librería de Ópera «La Trastienda de MENOSDIEZ» (Calle del Espejo, 5), acompañados por los músicos Mercedes Molina, Julios Albertos y Luz María Gómez.

Estaremos la familia poética que se reúne todos los martes y miércoles en torno a los grandes, en torno a la poesía coreana, finlandesa, brasileña, noruega o sueca; en torno a una mesa que me descubrió hace muchísimos años a Anna Ajmatova o más recientemente a Maria Wine, siempre bajo el criterio de Giusseppe Domínguez, que espolea, mezcla géneros, emborracha nuestra imaginación y nos mantiene siempre locos y versificantes.

Tendré el placer de recitar junto al dramaturgo y novelista Daniel Dimeco en un vis a vis entre personajes daneses y lorquianos, entre caminos de serbales y brezos de Jutlandia y el doloroso sabor de las noches de agosto del sur.

Os esperamos.

ELLA DEBE IR A CASA

viviane amsalem

Texto basado en la película «Gett: el divorcio de Viviane Amsalem», última parte de la trilogía sobre la familia dirigida por Ronit Elkabetz y Shlomi Elkabetz.

La lanza estaba preparada desde hace tiempo, veinte años o así. Sólo los decenios debían lustrarla. Los decenios y los ojos bajos del varón, que despreciaban todo acto. La fisionomía, la batalla constante, los brazos que nunca bajaron hasta el regazo, la turbiedad de las pestañas, que lo juzgaban en lo que era: un hombre perfecto a los ojos de Yahvé. Respetuoso, temeroso de Dios, humilde, generoso con su casta y sus vecinos. La kipá encerraba su aura, el cuerpo como un brote de santidad. Y el susurro denso, taimado, dentro del cuello de la camisa, bisbiseando adjetivos para no renovarla, para volverla loca de a poco, para que las copas de cristal estallasen contra los muros del hogar en la madrugada y nadie pudiera compadecerse de ella. Porque él es un bienhechor y jamás le puso la mano encima y le dio un techo y comida a los hijos y libertad en Sabbath y respeto hacia la alianza.

No comprendían. Ni el tribunal ni los jueces ni los hermanos ni los amigos ni la congregación. La libertad de una mujer es el oprobio de su marido. Y Viviane Amsalem, allí, con el rostro enmarcado por el cabello negrísimo, las uñas aferradas en torno a la cintura, prefería rodar -dicen- fuera de aquella hoja de parra, regodearse en las miradas de otros hombres, no respetar el descanso del sábado, revocar los votos, señalar al varón como culpable de su infelicidad. Allí, rodeada de hombres, la mujer de cuerpo fuerte y zapatillas de esparto escuchaba los consejos de los sabios de Sión: «Usted debe volver a casa». Ella, que por dentro sigue viva y no conoce a más hombre que a sí misma, encadena los retornos al hogar, como cuentas de un hilo interminable.

A los quince años, ella lamía las espinas del pescado cuando la mame lo hacía con sopa de nueces. El pescado propicia la fertilidad y la niña virgen engullía las escamas y las vísceras para dar a luz hijos del Pueblo Elegido. Ahora recuerda aquellas ansias y ríe mientras contempla el suelo de la cocina, preparando la comida para el Rosh Hashara, escuchando los fuegos artificiales. Incrédula, niega con la cabeza esa tozudez humana de querer empezar de nuevo, de marcar fechas para renovar el oxígeno, como si el calendario fuera capaz de voltear la suerte o de fundir el oro de la maldita alianza que sigue en el dedo.

Y así, los días. Y así, las noches. En los paréntesis, él narrando en voz baja la épica de su desgracia, insultando cada uno de sus gestos, volviéndose hacia la pared para no tocarla, sorbiendo la sopa mientras los ojos se le mecen en el párpado inferior y la desprecian. Ella extirpa su lanza y se la clava una y otra vez: lo espolea, lo embrida, quiere que se convierta en un potro salvaje. No comprende que la Naturaleza es escasa a la hora de repartir la valentía y que él nació en piedra y no hay viento ni huracán ni lengua de llama que lo mueva. Y ella, Viviane Amsalem, maldice a los benditos y a los santos, que hunden sus testuces hasta que el cuello se les quiebra. Y ella, Viviane Amsalem, no parará hasta librarse del parásito que sólo quiere devorarla: no por amor sino porque él le cobra el diezmo cada día y su boca escupe «tu cuerpo no puede pertenecer a ningún otro, sólo a tu casa, donde nacen los hijos de Israel».

Viviane despertará un día, feroz y volcánica, bajo la camisa de seda roja. El esmalte cubrirá las uñas de sus pies y se hará consciente de la sensualidad de la que los hombres hablan. Ése será el día en que la palabra de la Torah caiga como la lluvia sobre Tel-Aviv. Y romperá las horquillas y desatará el moño y dejará correr el pelo sobre la espalda, como el lago de Galilea, como el verbo de los profetas y se jurará ser libre de ese hombre y de esa mirada. Aceptará el aguijón, el destierro, la castidad, la juntura de las piernas, los 60 metros cuadrados de un piso adonde los hijos nunca acudirán.

Viviane Amsalem mirará durante los años siguientes la ropa blanca que la vecina cuelga cada miércoles en el patio interior, con la paciencia de las mujeres que obedecen los sagrados preceptos. Observará como prepara la moussaka o los boios mientras ella da vueltas a una sopa de lentejas que no tiene sabor a manos reposadas ni que, como su cuerpo, ha pasado los estrictos controles kosher de calidad. Viviane mirará la lluvia sobre los ficus y las palmeras enanas del patio, con el televisor sin sonido, espectadora de la cena familiar de la casa de enfrente. El mantel a cuadros, las pequeñas nucas repartiéndose en pan trenzado, el markat perot kar cayendo suavemente desde el cazo sobre los platos.

Allí estará la mano. La mano de la vecina que se desliza suavemente hacia esa otra, morena, la muñeca cruzada por el reloj de oro, el vello abundante, los dedos curvados. Allí permanecerá la mano de la mujer, posada toda la comida, repitiendo las caricias como las espaldas de los estudiosos en la sinagoga. Allí permanecerá hasta que el dorso de la mano del hombre se escape en un rápido movimiento, a la vez que retira el plato y deja la silla sin arrimar. A la vez que él se va, se escapa, sin mirarla, los iris de los ojos reprobando todo el lienzo del que es patriarca, mientras la palma de ella sigue haciendo cúpula sobre el vacío del aire y su mirada se detiene, como si contemplara algo inalcanzable, en la soledad querida de Viviane Amsalem.

EL PÁRAMO DE LA ESPERA

"Dancers" by Erwin Olaf

«Dancers» by Erwin Olaf

Nadie era grácil ni estaba solo. Todos los que competíamos estábamos amputados y sufríamos el dolor del miembro fantasma, la igualdad en la ecuación. Pero, por dentro, éramos desiguales y la fecha, la celebración de la estación, la inquietud por lo que pasaría al día siguiente nos tenía sin cuidado. Ardíamos.
Afuera, las vendas, las vías, los calmantes, las arrugas desfondadas, el cansancio de la madrugada, la falta de cobertura, el bisbiseo de alguien que leía un protocolo médico, los pasos de los vivos.
Adentro, los dolores, las incertidumbres y otras llagas, más heridas, más hondas, viejas como galápagos pero innombrables. Todos los ojos que nos mirábamos sabíamos del incendio interior. De que la obviedad siempre es producto de la inteligencia de lo que supura adentro. Todos lo compartíamos pero callábamos porque quienes nos acompañaban no debían sufrir o conocerlo o sumergirse en la parte oscura de sus afectos.

Era Viernes Santo y no había rastro de incienso, velas rizadas, exaltaciones o pasos arrastrándose. En la sala de Urgencias -demoradas porque lo que albergábamos a aquellas horas era doloroso pero no cruel- nadie pensaba en Jesucristo y sus espinas. Afuera, ciudades enteras caminaban tras de él, pero en este páramo verde seco cada uno llevaba la cadena propia, egoísta y caprichosa, la que no deja resquicio para las penas de hace 2.000 años, ni siquiera para las penas de los que nos rozaban.
Me costaba el aire y eso me recordaba a las películas de asesinatos, a las mujeres con bolsas en la cabeza, a los crímenes de los narcos, a la extorsión más perversa de la tortura: quitar el oxígeno, tan gratuito, tan barato, a cambio de una confesión. Pensé que no quería morir ahogada sobre una pila de almohadas. Pensé en Pilar, la hermana de la novela «La oculta» de Abad Faciolince, que suministraba una enorme jeringa de morfina a los agonizantes para que se fueran, livianos y descansados. Pensé en mi padre, que no toleraría eso.

A mi lado, la anciana se abotonaba la rebeca, ese gesto antiguo de decencia, al tiempo que la hija miraba posibles manchas en su jersey. El dolor estomacal frente al dolor del hartazgo. La hija parecía gritar que aquél no era su destino, el cansancio durmiendo en las ojeras, el morado de la ropa haciéndola penitente y el acomodarse el pelo tras la nuca, el mismo gesto que la madre.

Me dolían las costillas. Cada respiración era la subida a un 8.000 pero allí seguíamos, imperturbables. «Sí, tiene fiebre, constantes normales e hipotensión». Cuando uno tiene fiebre, ésta se agarra a los costados y establece allí un campamento de fuego, tumbando la poca selva que crece sobre los riñones.

Enfrente, una chica del norte, delgadísima, miraba mi tos y mi probable afecto al tabaco. Sus ojos enormes tampoco estaban cómodos en las Urgencias de una ciudad extraña, con la sirena de la ambulancia recordándole que esto es Madrid y que es demasiado habitual oírlas. Me gustaba escuchar las de la Policía en la mitad de las noches del sur pero éstas, las del 112, suenan igual que las campanas de un pueblo: a velatorio de tarde.

Averigüé, tras hacer cuatro test en el móvil -agonizando también con una rayita de cobertura- que me parezco a Claire Underwood de entre todos los personajes de «House of Cards», que tengo una personalidad cálida y creativa (lo que contradice al test anterior), que mi autoestima es media y que debería ser ingeniera en vez de periodista.

Vicente y Ángel pedían su ambulancia. No podía verlos desde donde me hallaba, pero querían volver. No sé a qué lugar llamarían ellos casa, pero sus voces nonagenarias se sentían abandonadas en el páramo. Algo como de olvido, que también sentíamos los demás. Mientras la calles silenciaban el descanso, las risas, las pasiones de Dios o de los humanos, allí estábamos nosotros, a los que nadie recordaba. Los ancianos eran patrimonio de la ambulancia y supongo que todos deseamos irnos con ellos cuando partieron, casi arrastrando el alma, compartiendo último trecho de vida y últimos partes de enfermedad hacia una posible casa. Hacia el hogar, que parecía algo lejano y defectuoso. Hay un miedo estúpido que te hace recorrer cada rincón de tu lugar de procedencia cuando entras en Urgencias como si cada box fuera una constrictor que te atraparía en su interior. Lo querido queda tan lejos como cerca está la puerta. Pero sabes que te encuentras en un terreno sembrado de minas, donde tu cuerpo no te pertenece.

Los médicos terminaban la jornada y deseé meterme en el enorme bolso de uno de ellos, para respirar ese aire de salud que parecía una posesión privada. Como si la frontera entre la calle y Urgencias fuera quien marcara la bonanza o la pérdida.

Una mujer pequeña y de ropa gris -hay que disfrazarse para ir a los hospitales- entró acompañada de una hermana mayor, enorme y desparejada que parecía querer inundar la habitación, desbordarse, en un gesto de protección.
Nosotros nos apretábamos la mano, en una coreografía aprehendida siglos atrás, para dar impulso a las ideas, a la sangre, a los ánimos, a la pregunta. En este caso, al oxígeno.

La anciana miraba el pladur y su hija miraba el rostro que ha conocido durante décadas. Yo la contemplaba mientras la chica del norte auscultaba el quejido de mis pulmones. Cónclave femenino.

«No imagino cómo has podido contener el dolor». Infección de amígdalas, como un retroceso infantil, antibiótico y una doctora que tecleaba de a una pero que olía a bondad. Me hubiera gustado decirle muchas cosas a esa mujer rubia y de tacto suave: «No duele nada. Lo que duele es lo que no puedo gritar». Ella hubiera entendido pero siempre la vergüenza, el pudor, la falta de una primera cirugía en las cosas que no se cuentan. Pero callé y me hubiera gustado abrazarla como si ella le hubiera otorgado una segunda oportunidad a mi tráquea, como si hubiera dado permiso a los bronquios para volver a expandirse.

La chica norteña ya no estaba. La madre y la hija seguían allí, como una piedad al revés. En el páramo era madrugada y los cancerberos esperaban la nueva hornada de las cinco de la mañana: los partos, las muertes, las heridas.

Respiro a esta hora casi con soltura, equilibrando la balanza. Oigo quejidos menores y estoy en silencio, permitiendo a la infección su tiempo. Hace un sol que me causa desafecto y los colores de mi casa, el morado, el verde, el rojo, el caos y las sábanas con dibujos de croissants son ahora mi páramo.
Pero me pregunto a esta hora -cuando Dios ya ha muerto- dónde estarán el resto de mis compañeros. Si la hermana grande habrá templado la fiebre de la pequeña, si la hija hizo descender el odio de sus ojos, si la madre ha comprendido, si la norteña ha vuelto a su niebla querida, si Vicente y Ángel duermen su siesta. Si, por un momento, ellos se sintieron parte de algo, más allá de los dolores, más allá del desierto. Si supieron que lo urgente nunca fue la fiebre o el mareo sino la incertidumbre de qué los provocaba, algo ajeno a lo físico, algo que nos quebró en un momento para dejar a este primogénito de madrugada que nos recuerda los lodos que albergamos. Ésos que nunca confesaremos en una sala de espera.

COMO LA ROPA A LA PIEL QUEMADA

Ilustración de Dou Oleg

Sólo unos centímetros. O tal vez kilómetros de rascacielos combados sobre estas avenidas hasta unirse. Tal vez, leguas o millas. La cúpula sobre la cabeza, color Chrysler gris marengo, los oficinistas cayendo a cuentagotas, grisoscurohorrorizante, sobre el pelo que se exime de toda sujeción.

No me protejo. Sólo boqueo. En los parques. Boqueo en los parques porque allí existe toda esa literatura sobre las ramas, los pájaros, los cerezos encendidos, los brotes, la paciencia, la vomitiva sucesión sobre la que versifican los poetas que guardan dos pulmones sanos, una tráquea respirable y la posibilidad de alcoholizarse con grafitis.

Los abrigos negros chupan la cáscara de este cielo, se alimentan para un mes con un poco de oxígeno, dromedarios de los cirros. Algo se llueve sobre Madrid. Epitafios colgantes para mujeres-anguilas.

No se llueve la tristeza de la falta de horizonte. No es mi estado de desnutrición mental el que hace que mi cuerpo se quede pegado a ti, como la ropa a la carne quemada, mientras me voy. ¿Adónde?, me preguntas. Y yo no sé darte las coordenadas. A pesar de que quiero que me sigas, que me huela  s las huellas, que seas perro de caza tras de mí. Lo siento, no sé nada de estas latitudes. Ellas no me hablan. Sólo hay polvo y nieve y nada parecido a un calor conocido, a un tiempo, a un espacio. Estoy sola y necesito tanto tu piel u otra piel humana, lo mismo me da que sea carnívora, que grito de desesperación. Allí, en la planicie sin oxígeno. Aquí, el eco en esta ciudad que se apaga.

Algo se llueve. No es el óleo ya seco de las pinturas negras o el bastón de mando que un bufón le regaló a su Rey.  Algo se precipita. Y puedo ser yo misma, estallada, deseando ser placentera. Y plácida.

Puede ser la onda de una radio cercana que anuncia: «20 grados, tiempo primaveral», mientras me agarro a la letrina para no tocar el machete. Puede ser que la canción del día – Ghost Stories- no sea fruto del azar.

Algo sigue cayendo.

Las bandadas en pico.

La posibilidad de volar y hacer volar.

La sensación de que mi piel es el techo de esta vena que tanto late.

La realidad de que la ciénaga me atrapa -rápida, rápida- mientras los burgueses aplauden desde sus jaulas acristaladas y yo me debato entre la extición o la inevitable tarea de tener que devorarlos.

Autorretrato

Hendrik Kersten

Hendrik Kersten

Siempre. El telón rojo siempre subido,
enmascarando el dueto de la tragedia y la sonrisa de la loca feliz.
Soy prolija y los aguafuertes me navegan mezclados con los pensamientos indecentes, marcador que dice «Aquí me dormí» o, más bien, «De aquí no quiero que la vida pase».
Amando edredones, las piernas se van en carnavaladas, desayunándose café y niebla.
La ciudad en gris hace enormes los ojos.
No puedo dejar de serme
aunque me canso demasiado.
No por falta de energía, ésa está
sino porque es gravoso ser yo
a pesar de mi contumaz empeño en seguir siéndome.
Me encuentro en los anillos y los carmines, en las risas que sólo otro en todo el mundo entiende,
en las plantas que su mano riega, en las genealogías reales casi tatuadas.
Memoria de elefante, trompa abajo por pesimismo adquirido. Pero no olvido que tengo colmillos de marfil o que muto en leona cuando roza el aire un pliegue de tu túnica.
Soy, mientras me busco, la suma de un cúmulo de pequeños detalles, Arlington de tantas trincheras ganadas.
La costumbre de dormir sin pendientes, amar ciertas pieles, renegar de las naranjas, recordar todas las fechas que marcaron otras historias, abanicar almas migrantes, que no la mía.
Alguna vez los detalles tendrán su finitud.
Y me veré.
Hasta entonces, entre las enredaderas, rezando por la lluvia en esta sabana, implorando que las gotas no borren la tinta, perpetuaré el cartel: «Se busca».

CRÓNICA DE SUCESOS

Etiquetas

, , ,

Fotografía de Neo Cha

Fotografía de Neo Cha

Un millón de mutilados camina por Afganistán.
Un desactivador de bombas estadounidense sale a hacer su trabajo con la carta de su novia sobre el pecho y una medalla de san Miguel al cuello.
Ella vuelve a subirse al taburete y a pedir el balón de coñac que la arrastrará un paso más hacia la tumba.

Mientras tomo el primer café del Nuevo Año, todos los muertos que dejé atrás se paran a contemplarme.
De algunos no recuerdo sus caras. A otros los intuyo porque la mesa tiembla sin que yo la mueva. Hay quienes me ofrecen sus alas para protegerme. Los menos se transforman en recuerdos porque necesitan ser, volver al reino del que los desterré.
Me encuentro sitiada por ellos mientras lo de cada día me convierte en hacedora: leer, pasear, limpiarse la carne, dolerse del frío, amar despacio, preguntarse qué hice mal ayer. No hace un año, no hace un lustro. Ayer.

Supongo que he de llevar luto por mis muertos pero prefiero el blanco de la resurrección.
Contemplo la multitud abalanzándose sobre un mar de jabones y me pregunto qué tipo de hierba preferirán los difuntos de cada uno para lavarse.
Ellos se entremezclan con mi sombra y los siento como una pesada carga que arrastro.
Una carga chillona que reivindica su lugar,
que pide a gritos volver al tiempo presente que un día poblaron espléndidamente.
Un tiempo presente que estuvo cuajado de lágrimas y de una compulsión secreta hacia la oración,
pidiendo a los otros muertos -los del árbol genealógico- que convirtieran en carne de crematorio a mis pobladores y virreyes.
Rezos encadenados para matar lo que crecía dentro de la cabeza o del alma,
laceraciones de otras lenguas, autolesiones de la propia cuchilla y en medio, la certeza de que todas ellas eran inmortales.

A calendario pasado, me doy cuenta de que encendí con fruición la pila funeraria.
Nada de Ganges, soliloquio con lo vencido en aguas residuales, sin epitafios ni obituarios que reseñar en el diario. Todo lo muerto fue vivido, así que tuvo su tiempo, sus excrecencias, su fístula abierta en el cuerpo, su gangrena cortada de raíz antes de darlo al lodo.

Aunque los pasos reivindiquen la firmeza de los fémures,
sus esquirlas tiemblan cuando el trozo de película, de música o de rostro pone materia en el lugar donde se alzó el altar de las exequias.
Porque, queridos, lo único que abunda es el vacío, el no lugar al que se va todo lo que el humano desecha:
piernas, adrenalina, sentires, dolores, antiguas adicciones, particiones en dos.
A trocitos, la existencia va pegando sus dentelladas.
Luego, nos pide tirar a sus víctimas a la basura, en un ciclo perverso de siete años, lo que tardan en renovarse las células, lo que tarda en expirar la maldición del espejo roto, lo que tarda en llegar la nueva generación.

Arrastro la cola de cien muertos (sólo míos, nacidos y reproducidos por mí),
como el manto de la reina de Inglaterra, como los armiños de los Papas,
enriquecidos y lujuriosos, reivindicando su lugar, presentándose en sueños, reclamando sus lágrimas.
Cuando la cabeza cae sobre el libro y frunce el entrecejo porque el café se fue,
se vuelven insoportablemente infantiles, cruelmente sádicos.
Los vampiros buscan el resquicio por donde volver,
se nacen las alas para convertirse en buitres y volver a mi carroña.
Por eso, compulsivamente, limpio y limpio la cucharilla.
Cuando me miro en ella, sólo veo mi reflejo.
Apenas un momento. Antes de pedirles silencio.

Crónica mínima

Etiquetas

, , , , , ,

Stephen Shore

 

Mi sueño estaba ebrio.
(Nines Cuenca)

La familia no era más que el sitio adonde se volvía a comer y a dormir.
(Ladrilleros, Selva Almada)

Llevo una semana leyendo sobre unos lugares que sólo me visitan en la cabeza o en las fotografías que decoran las tapas de las novelas de Faulkner o de McCarthy. O en los disparos de Stephen Shore. O en las imágenes de Texas, El Chaco, Entre Ríos. Lugares que existen, arrollados por el tiempo y por la nada, donde el pecado de un hombre -a veces, sin importancia- genera toda una novela. Son lugares tan áridos que las orejeras de los animales se convierten en parches para no cegarlos. Lugares en los que el vacío es disoluto y paciente: se mueve entre las casas como una ramera hasta que logra atisbar por una ventana el fallo de un ser humano. Y ahí lo caza y muestra sus secretos. Porque en todos estos lugares hay secretos, de ésos que si se cuentan avergüenzan a los demás por respirar su mismo aire. Son el reverso del bien, pero son también el grito de un desierto donde la gente extraña más la esperanza que la comida.
El sitio donde crecí no era así.
Era fértil, tenía Historia a sus espaldas y no era ilocalizable en los mapas. La torre de una de sus iglesias se adivinaba desde diez kilómetros por la carretera, a la que guardaban fanegas de trigo o girasol. Había un perro que olía a los agonizantes y los seguía hasta el cementerio. Tenía una pena guardada desde hacía tiempo, cuando su dueño murió. Lo acompañaba largas tardes al lado de su tumba y hablaban entre ellos y merendaban su mutuo desasosiego. Luego, unos adolescentes lo mataron a pedradas. O, acaso, él pidió su muerte, harto de perseguir la de los demás. También vivía en el pueblo una mujer viejísima que se había casado con un actor. O al menos con alguien que tenía planta de actor. Y aquel día de la boda, ella ya madura, para cerrar las bocas de las que la condenaron a eterna soltería, dio la vuelta al pueblo y paseó por todas sus calles del brazo del galán.
En el sitio donde crecí había dos casas de la mala suerte. En una de ellas, una familia entera murió de tuberculosis. La vivienda estuvo cerrada durante cuarenta años y, al abrirla, todavía estaban las habitaciones llenas de vasos, jeringuillas, sábanas y olores de los que la habitaban. En la otra, ninguno de los que pasó por ella fue feliz. Los vecinos contemplaban atónitos cómo las desgracias se cebaban con madres, padres e hijos sin que se supiera el porqué.
No había más hitos en el sitio en el que crecí. Nadie destacaba por su maldad o se violentaba en las noches de agosto como en estos lugares sobre los que leo. Los animales están domesticados y las gentes, también. Quizá extraño que no haya cerrojos por las noches, por miedo a las locuras de los cerebros sin hidratar; extraño a las mujeres que se puedan piantar por los temporeros o a los niños que nacen con dientes y predicen el futuro.
Entonces, los sueño. Sueño las posibilidades de los secretos que se esconden tras las casas tranquilas. Me meto por sus ventanas y deseo la revelación de los ojos perdidos que he visto por la mañana, de los puños cerrados cuando él hablaba, de los pasos que me seguían por la calleja sin sombra que les acompañase. Cada una de estas noches, no desprendo al sitio en que crecí de su verde y su blanco, pero abro sus postigos, husmeo en los sudores y fantaseo con ese pequeño detalle que todos vieron y nadie apreció y que, al fin y al cabo, determina el destino de un hombre.
Allí me duermo, buscando la posibilidad.
La huella de la intranquilidad que me susurre que también aquí somos extraños.